La burbuja inmobiliaria en Cantabria la puedes ver en este bar de pueblo lleno de madrileños pijos en verano

La burbuja inmobiliaria en Cantabria la puedes ver en este bar de pueblo lleno de madrileños pijos en verano

Desde la Punta de Peñaentera se puede ver, hacia el oeste, la playa de Gerra, la de Merón, San Vicente de la Barquera y Picos de Europa. Si uno mira al lado contrario, es decir, al este, se encontrará con la playa de Oyambre y, más a lo lejos, Comillas. En este saliente que a su vez es una colina y al que se accede mediante una estrecha carretera que recorre estas idílicas playas de Cantabria, hace muchos años convivían vecinos y vacas que pastaban a sus anchas. Tan solo una tienda de ultramarinos les abastecía de todo tipo de productos básicos. Hoy, sin embargo, sus verdes prados y humildes casas de pueblo están salpicados de mansiones y coches de gama alta.

En los últimos años se han multiplicado las construcciones de lujo en Cantabria provenientes de las grandes fortunas atraídas por los suaves veranos del norte. Tras la saturación de Comillas, la burbuja inmobiliaria de aristócratas se ha desplazado a Ruiloba y a la costa que va hacia San Vicente de la Barquera con terrenos urbanizables de hasta 600.000 euros y lujosas viviendas de entre uno y tres millones de euros que se pasan el año cerradas. Hablamos de viviendas de cientos de metros cuadrados con jardines e idílicos despertares con el mar delante de tu ventana, y por supuesto una, dos o tres filipinas con delantal y cofia que pasean a los perros y niños más pequeños de la casa. Sus dueños son eminentemente madrileños o, como aquí los llaman, “papardos”: empresarios, altos directivos y políticos -incluido algún que otro expresidente- que vienen tan solo en Semana Santa y verano.

Ruiloba, Cantabria.Ruiloba, Cantabria. Ruiloba, Cantabria.

“Aquí hay turismo todo el año, pero especialmente en agosto. Luego se van. La mayoría viene porque lo hacían de pequeños con sus padres, y estos con sus abuelos. Con la diferencia de que antes comían y cenaban el mismo día, en muchos casos bogavante; y ahora prefieren el sushi, los mojitos y hamburguesas”. El que nos habla es César “el Plumi”, propietario de la tienda de ultramarinos de la que les hablaba antes y que, oliéndose este boom, como se podrán imaginar, hace tiempo la convirtió junto con sus padres y hermanos en un restaurante especializado en pescados y mariscos -a buen precio-, además de una terraza para probar otro tipo de platos y beber mojitos o cervezas.

Jose Aurelio y Rosaura -los padres de César- abrieron la tienda en 1955, como lo hizo igualmente Tinita en Comillas porque “todos los pueblos tenían la suya”. Pero ellos le añadieron una barra de bar. Así que además de ir a hacer la compra, los vecinos podían echar las tardes y tomar algo. “La gente venía del pueblo a jugar partidas y algún día comían lo que había en casa: huevos fritos, callos o patatas. También pescábamos, así que empezamos a incluirlo en la carta”, nos explica sentado desde una de las mesas de madera que tiene al aire libre y que dan a la playa de Gerra. El restaurante Gerruca maneja especialmente bien la plancha: bogavantes y langosta. De igual modo, los percebes y las nécoras; además de las lubinas, lenguados o rodaballos de gran tamaño. En temporada baja, los arroces te dejan sacarlos fuera.

Rosaura Martínez junto con sus hijos en Gerruca, cuando tan solo era una tienda. Rosaura Martínez junto con sus hijos en Gerruca, cuando tan solo era una tienda. Rosaura Martínez junto con sus hijos en Gerruca, cuando tan solo era una tienda.

El Rayo Verde, la terraza junto al restaurante Gerruca, es otra cosa. Ahí te sirven desde hamburguesas a espetos pasando por atún rojo, zamburiñas o gyozas. Todo está bueno, pero no es el secreto del éxito. Lo son las vistas y, sobre todo, un cliente madrileño fiel que se ha ido forjando tras varias décadas. Porque lo cierto es que durante el año aquí se pueden encontrar surferos, peregrinos y hasta algún que otro europeo trasnochado, pero ni un solo cayetano. Ahora bien, es llegar Semana Santa y agosto, y es como las películas de zombies. Todo se transforma.

“En los 90 comenzaron a venir más madrileños. Les enganchamos con el marisco y el pescado de la zona. Comida a buen precio y muy buena. Por aquel entonces yo vendía el marisco a los restaurantes de la capital más caro que aquí en la carta. Ahora, es cierto que tenemos mesas de 800 euros que piden 1 kg de percebes para los nietos, pero ya no es lo mismo. En general gastan menos. Ya sabes cómo va esto de las generaciones. La primera es la que hace el dinero, la segunda regular y la tercera nada. Aún así, tras la pandemia tuvimos un año buenísimo porque la gente pensó que se iba a acabar el mundo y si tenían cuatro se gastaban seis. Luego se dieron cuenta de que el mundo no se terminaba y dijeron, ¡hostia, que la hemos liado!”

La ruta de los papardos

La burguesía madrileña -en realidad, toda clase de burguesía- siempre ha querido ser exclusiva. Al papardo le encanta estar con papardos. No les gusta mezclarse. Esto te lo confirma el hecho de que, además de en Gerruca y El Rayo Verde, durante distintas generaciones hayan ido siempre a comer a los mismos sitios: La Rabia, que ya está cerrada; Boga Boga y Cofiño. También han quedado en los mismos lugares, el Club Estrada de Comillas y el Real Golf Club de Oyambre, a los que solo puedes entrar si eres socio obviamente. Al propio César le llaman por teléfono preguntando si tal o cual de esta u otra empresa ha ido este verano, para reservar mesa a su lado. Asimismo, en los últimos años, encargan cada vez más comidas para quedar entre ellos en sus nuevas casas de verano.

César 'el Plumi', en la cocina del restaurante Gerruca. César 'el Plumi', en la cocina del restaurante Gerruca. César 'el Plumi', en la cocina del restaurante Gerruca.

Cesar es un superviviente nato. Emprendiendo tiene más kilómetros que el Sputnik. Por eso ya enviaba marisco a Madrid en cajas que decían “Frágil” en los años 90 y por eso luego montó una terraza con vistas al mar cuando se percató de que, tras la pandemia, la gente prefería comer fuera. Por eso también, cuando le digo que si lloviera menos en Cantabria se haría rico, él me responde que hace años llovía durante meses seguidos en verano, pero que eso ya no ocurre. Que ahora te llueve dos días y lo demás son fanfarrias.

— No sé si poner eso en el artículo, que luego vienen más y ya somos demasiados —le respondo—.

— Ponlo, que así vienen a El Rayo Verde —entre risas, más suyas que mías—.

Y algo de razón tiene. O eso me hace creer. Como Miguel Ángel Revilla, que decía que los del tiempo de la televisión de la capital les tenían manía a los cántabros cuando la única verdad es que ni la aplicación del móvil es capaz de saber lo que va a pasar de aquí a dos días.

— A mí el invierno me parece el mejor momento. ¿En qué otra playa de Europa puedes bañarte y hacer surf al lado de un macizo montañoso nevado como este? —Le interpelo en un último intento—.

— Que sí que sí, pero que en verano también se está estupendo.

Y yo me parto de risa claro.

— ¿Hasta cuándo? —Le pregunto antes de despedirme—.

— Hasta lo que aguante, porque esto me encanta. Todavía soy joven.

Y una vez más, no puedo sino darle la razón.

Por cierto, papardo es un pez que llega a Cantabria en verano, devora cuanto puede y después desaparece; aunque en el lenguaje popular también se les llama a las grandes fortunas o pijos con ínfulas, principalmente venidos de Madrid. Pero no se preocupen, igual que vienen, se marchan.



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