:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F98b%2F657%2Fbb8%2F98b657bb871065bffc85a4764ef3ca47.jpg)
Nos han enseñado que irse es triunfar. Que el verano empieza en cuanto uno abandona Madrid con una maleta de ruedas, con un perro mareado en el maletero y con el Instagram abierto como si fuera un canal de propaganda. Y, sin embargo, la gran hazaña no es la evasión, sino la permanencia. Quedarse en agosto en Madrid no es un acto de resignación, sino una forma superior de experiencia estética. Una disciplina contemplativa. Un privilegio para los iniciados.
Porque Madrid en agosto es una ciudad postapocalíptica, sí, pero no por desierta, sino por liberada. Como si de pronto se hubiera reseteado el tráfico, el ruido, la ansiedad de los lunes. Como si hubiera un pacto tácito entre los que no se han ido: tú no me juzgas, yo no te miro. Y entre los dos ensayamos un urbanismo zen, con calles vacías como pasillos de museo y terrazas donde el camarero tiene tiempo —y ganas— de hablar de la vida.
Hay quien viaja a Japón en busca de silencio y ritual. Hay quien escala monasterios tibetanos para hallar la paz. Los mismos que se burlan de los que nos quedamos aquí, en el templo del Metro vacío, en el milagro de encontrar aparcamiento delante de casa. Madrid, en agosto, no es una ciudad: es un retiro espiritual.

El madrileño como plaga bíblica
Rubén Amón
Y sí, hace calor. Hace un calor bárbaro, sísmico, uterino. Pero incluso el calor tiene en agosto una cualidad mística. Porque te obliga a caminar despacio, a buscar la sombra como un felino, a descubrir que la ciudad tiene árboles —¡árboles!— que en febrero ni ves. El sudor ya no es síntoma de estrés, sino de pertenencia.
No hay colas, no hay ruido, no hay vecinos. Madrid se vuelve un teatro sin público. Y el telón no baja nunca. La noche es un privilegio de los que no tienen despertador. Y el centro, liberado de turistas y de coches, se deja querer. Hasta el Rastro parece el Zoco de Marrakech, pero con oferta en libros de segunda mano.
No estamos solos. Somos los que se quedan. Los que entienden que la ciudad, cuando se vacía, se revela. Los que saben que la auténtica evasión consiste en no moverse. Y que el mejor viaje de agosto es no haber salido de casa.

Cómo sobrevivir a la ola de calor… dignamente
Rubén Amón
Incluso los símbolos de la tortura diaria se redimen. La Gran Vía no grita. El Retiro parece un cuadro de Sorolla sin niños. Y Chueca, que en julio era una verbena, se transforma en una plaza veneciana de silencios y camareros ociosos. El frescor de los portales se agradece como una bendición, y el Metro —ese purgatorio de humanidad en hora punta— se convierte en cápsula de ciencia ficción, con sus vagones desiertos y sus andenes donde resuena el eco de tus pasos como si fueras el protagonista de una película de Tarkovski rodada en Chamberí.
Hay una épica íntima en quedarse. No la del que conquista playas o acumula check-ins, sino la del que habita la ciudad como un náufrago voluntario. Agostidad, sí, pero con dignidad. Y con la conciencia de que cuando regresen los demás —los bronceados, los histéricos, los que pagaron 200 euros por dormir encima de un chiringuito—, uno ya habrá vivido su agosto como un sibarita del vacío. Porque quedarse en Madrid en agosto no es un fracaso. Es una victoria secreta.
{getToc} $title={Tabla de Contenidos}