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Se ha convertido Morante de la Puebla en el valedor de una iniciativa civil que pretende remediar un defecto de memoria de Las Ventas respecto al honor de Antoñete. Resulta que Antonio Chenel carece de un monumento que lo reivindique en la explanada de la calle Alcalá. Y no porque tengan que discutirse los que recuerdan a Antonio Bienvenida, Luis Miguel o El Yiyo, sino porque Antoñete refleja mejor que nadie, mejor que ninguno, la identificación con la plaza. Nació cerquita de Las Ventas. Y se crio en el patio de caballos y en los corrales, haciendo de toro a Parrita o a Manolo Navarro.
Y fue Madrid su plaza, el escenario de sus vaivenes, el umbral de su gloria y el lugar donde alcanzó a instalarse la capilla ardiente. Allí fuimos a velarlo los aficionados cabales. Y muchos de los que ahora suscribimos convertir en monumento de bronce al torero de los huesos de cristal.
No fue Antoñete un torero de época pese al esfuerzo de las hagiografías. Antoñete representó una época del toreo. Y no tanto por la longevidad de su trayectoria, desperdigada en el trajín de 50 años, a semejanza de los rebrotes de su mechón plateado, sino por la lealtad con que el maestro había custodiado la ortodoxia, el canon. Ya decía Juan Belmonte que se torea como se es. Y que se es como se torea, de forma que Antoñete prefería pasar hambre, que renegar de la pureza y de la hondura. Tuvo la paciencia de un telonero cuando se imponía la tauromaquia comercial, pero se desquitó con honores senatoriales cuando muchos compañeros de generación ya se habían jubilado. Fue entonces también, primeros de los ochenta, cuando Antoñete se convirtió en el timonel de muchos iniciados. Se consagró en el torero de la Movida, en el galán de Charo López, en el santón de la taberna Braulio y en el espejo convexo de una progresía que descubría en Las Ventas no exactamente un torero de los de antes sino un maestro intemporal.
Se torea como se es, decíamos. Y puestos a ser, Antoñete era el torero de Madrid. Parece una obviedad destacarlo porque Antonio Chenel Albaladejo (1932-2011) había nacido en el foro, pero ser torero de Madrid en absoluto asegura la devoción de Las Ventas. Tantas veces sucede al revés. La madrileñidad contraindica la solidaridad territorial de los aficionados. Que se lo digan a El Juli. Y a tantos otros matadores de la capital a quienes se hacen pesar sus orígenes como si no fueran digno de ellos.
Toros de la Feria de San Isidro | Salen caras
Juan José CercadilloHabía en Antoñete una melancolía de los vencidos. Un perfume de derrota que lo emparentaba con los personajes de Cela y con los camareros del Café Gijón. No sabía qué hacer con la fama. Ni con el dinero. Ni con el siglo XX. Tenía una relación supersticiosa con el arte, como si torear no fuera una técnica, sino un acto de revelación. A veces bajaba al ruedo sin haber dormido. O habiendo discutido con el apoderado. Pero cuando le brotaba el toreo, el mundo entero se suspendía. La distancia y el empaque. La muñeca rota de la mano izquierda, el poder del derechazo. La trinchera. La media verónica. La mirada dolorosa de la posguerra. Y la faena a un toro de Osborne, "Atrevido", cuya armonía representa la plenitud.
Aquella aparición mariana le devolvió el sitio y el respeto. Madrid se puso de pie. Y ya no volvió a sentarse. Porque Antoñete no fue una leyenda. Fue un estado de ánimo. Una forma de estar en el mundo con la verdad como único traje, el malva y oro por ejemplo. Chenel era más bien un perdedor sublime, un verso de Claudio Rodríguez con resaca. Hay toreros que huelen a tabaco negro y a chiquero cerrado. Que caminan con la lentitud de los que han conocido el miedo y han aprendido a no discutir con él. Toreros que no se afeitan la duda, que no presumen de cicatriz, que no buscan la gloria sino el temblor. Y que nunca buscaron un monumento. Por eso también se lo merece.