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Me ha impresionado leer mi nombre y mi apellido en la marquesina de un cine porno. Aparecen además el uno y el otro con la tipografía ochentera. Y se me anuncia como estelar protagonista de "Rubén Amón y Digitales".
Se trataba de presentar mi último ensayo ("Tenemos que hablar") y de platicar sobre el impacto de la tecnología en nuestras vidas y nuestras conversaciones, pero la polisemia de "Digitales" y el cine porno mismo sobrentendían un espectáculo clandestino en el centro de Madrid.
Falsa alarma. No he cambiado de profesión y la Sala Equis no es lo que era. Es verdad que los aseos se han preservado arqueológicamente como estaban antaño. Y que los grafitis originales identifican las perversiones del cuarto oscuro, pero la sala en cuestión se ha convertido en un espacio cool y cosmopolita en las estribaciones de Tirso de Molina.
Aquí se viene a tomar el vermú, a comerse unos baos y a repantingarse en los sofás vintage que sustituyen las antiguas butacas de amortiguación onanista. Hay ciclos de cine oriental y "queer", repertorio de filmoteca, encuentros culturetas, gentes de bien que remplazan los hábitos del lumpen y de los pajilleros. Y no se trata de ponerse moralistas, sino de reflejar el camino que transita de la clandestinidad al renacimiento urbanita.
El cine porno que casi alcanza los Goya: 110 años del edificio de 'El Imparcial'
Miguel Díaz MartínLa Sala Equis ha recuperado el esplendor de la cúpula y la luz. Y expone con descaro un símbolo fálico estilizado y una fabulosa arquitectura "decó" que se ha poblado de vegetación y de exuberancia, como si la "naturaleza" pretendiera eliminar el olor a nicotina y a whisky barato.
Fue en 1980 cuando se inauguró el cine porno como tal en la calle Duque de Alba. Proliferaban entonces las salas X, las sesiones continuas. Y las frecuentaban fundamentalmente los espectadores masculinos, no tanto por cinefilia como por parafilia. Se iba a lo que se iba, al menos hasta que la tecnología doméstica -el VHS, el DVD- introdujo un cambio de hábitos masturbatorios. La Sala Equis estaba abierta las 24 horas. Y representaba un punto de encuentro para experiencias extra-cinematográficas. Un sitio peligroso, según las horas. Tranquilo en los mediodías, temerario en las madrugadas. Y descriptivo de una decadencia que agonizó en 2015.
Fue entonces cuando se cerraron las puertas del antro y cuando capituló el último cine porno de Madrid. La reapertura en 2018 sobrevino con plena conciencia del pasado y con perfecto conocimiento del futuro. Se ven las costuras, las cicatrices, pero la pátina de la estilización y de la posmodernidad han convertido la Sala Equis en un safari eXquisito.
El extrañísimo parecido de Buenos Aires y Madrid
Rubén AmónLos grifos dispensan cerveza artesanal y los clientes se hacen selfies en los servicios como si los grafitis fueran pinturas de Altamira. Se proyecta en la pantalla cine de animación japonés y se viene a torear de salón, aunque los fantasmas del pasado no hacen otra cosa que sugerir propuestas indecentes.
Llamémoslo X, llamémosla X. La letra y la incógnita conservan una ambigüedad deliberada, un guiño a su pasado lúbrico y a su presente sofisticado. Porque lo que antes fue cine porno —y antes aún, el respetable Cine Alba de los años cuarenta— es hoy un santuario de la estética, la penumbra y la redención cultural. Con más alma que aforo. Con más deseo que taquilla. Madrid, cuya idiosincrasia lo convierte todo en verbena o en ruina, ha transfigurado el cine X en un punto de encuentro para la melancolía moderna. Y para la añoranza de los tiempos de libertinaje.