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Hace 50 años el régimen de Franco quiso imponer un escarmiento ejemplar que terminó siendo un tiro en el pie. Ordenó la clausura de la Universidad de Valladolid, con el objetivo de frenar el malestar social que se extendía por todo el país en el que iba a ser el último año de vida del dictador, pero lo único que logró fue agravar la desafección ciudadana.
El régimen eligió una ciudad mediana, Valladolid, que era foco de todo tipo de movimientos contestatarios (huelgas sindicales, revueltas estudiantiles, asociaciones de vecinos y hasta curas obreros) y suspendió las clases y exámenes universitarios. La excusa elegida fue una leve agresión al rector José Ramón del Sol, al que se lanzaron huevos en una protesta estudiantil en la Facultad de Medicina. La decisión del cierre se adoptaba el 8 de febrero de 1975 alegando que la autoridad académica había sido “vejada y físicamente maltratada”, lo que suponía una “ruptura de la convivencia que imposibilita la acción docente”. El impacto de la medida no era pequeño: los alumnos de Filosofía, Medicina, Derecho y Ciencias perdían el curso, la matrícula y los exámenes.
Iba a ser un “castigo ejemplar” y se convirtió más bien en una autolesión. Un auténtico error táctico porque lo que el Gobierno franquista logró en realidad fue provocar la oposición de las clases medias de la ciudad, como recuerda el historiador Enrique Berzal. Figuras como Santiago López, el fundador de FASA Renault, e instituciones tan poco sospechosas como la Cámara de la Propiedad Urbana, entre otras, reclamaron una rectificación o, por lo menos, una suavización del castigo. A fin de cuentas, eran sus hijos, los hijos de la burguesía vallisoletana, los que resultaban víctimas de una decisión muy desproporcionada y que no hacía más que dar la razón a los críticos del régimen.
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Un castigo, además, insólito, pues si bien eran habituales los cierres de un día en respuesta a algún incidente estudiantil ocasional, el de Valladolid fue el único caso en el que las clases se suspendieron durante varios meses. A ello hay que añadir que el cierre generó otra realidad inédita, que nunca se vio antes ni se volvería a ver después: la espontánea aparición de una universidad paralela. Profesores y alumnos se autoorganizaron al margen de las autoridades para continuar con las clases, de forma completamente altruista. En la mayoría de los casos la enseñanza se impartía en locales parroquiales de templos que ya entonces acogían también iniciativas sindicales y protestas de otro tipo. Pero también en bares y locales. Donde fuera posible. El ordeno y mando franquista desató un movimiento autogestionario.
La Universidad de Valladolid conmemora estos días tan peculiar efeméride, que tuvo un impacto duradero en la ciudad. El aniversario coincide en el tiempo con la campaña orquestada por el Gobierno con motivo de la muerte de Franco, pero en este caso el recuerdo está justificado. Muchas personas que forman parte de la historia de Valladolid, pero no solo de ella, estuvieron involucradas en este singular episodio. Empezando por el arzobispo y actual presidente de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, que fue uno de los impulsores de la universidad paralela. Tal y como él mismo ha relatado estos días, y confirman otros testigos de los hechos, Argüello fue uno de los estudiantes de los últimos cursos que daba clase a alumnos primerizos. Y el que luego sería rector de la Universidad, Marcos Sacristán, fue uno de los profesores no numerarios que se prestaron a dar clases a los estudiantes para que no perdieran el curso.
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También estaba allí Luis Arroyo Zapatero, al que le cabe el honor de haber llegado a ser rector de la Universidad de Castilla-La Mancha después de haber sido expulsado de la de Valladolid.
En medio de aquel torbellino se encontraba también Jesús Quijano, quien años después sería catedrático, secretario general del PSOE de Castilla y León y diputado nacional. Quijano era entonces un recién licenciado que daba sus primeros pasos como profesor. “Acababa de iniciar mi labor como becario y estalló el conflicto. Podría decirse que mis primeras clases las di en la universidad paralela”.
Quijano coincide con otros testigos en que el régimen, en cierto modo, toleró esta red de enseñanza alternativa, quizás como forma de aliviar el malestar que había desatado su decisión. “No recuerdo que hubiera mucha presión contra la universidad paralela”, recuerda el catedrático. “Quizás la causa esté en que el sector social más perjudicado fue la burguesía vallisoletana, que se movilizó como nunca”.
El incidente generó de inmediato la atención de la prensa internacional. “Tuvo una gran repercusión en Europa. Estaban muy pendientes de la situación en España en busca de pistas sobre el futuro”, recuerda el abogado Carlos Gallego, que ha sido el principal impulsor de la jornada universitaria convocada para recordar aquellos singulares sucesos. Una prueba más, el impacto exterior, de que el golpe de efecto del régimen había logrado justo el efecto contrario del deseado.
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Por si fuera poco, un grupo de padres se unieron para recurrir la decisión de cierre, que había sido adoptada por el Ministro de Educación y Ciencia, Cruz Martínez Esteruelas, y que presentaba notable endeblez jurídica. Aquellos padres contrataron nada menos que a Federico Sainz de Robles. El jurista madrileño ejerció durante más de una década como magistrado de la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Territorial de Valladolid, hasta que en 1974 solicitó la excedencia para trabajar como abogado en la ciudad. Sainz de Robles sería luego el primer presidente del Consejo General del Poder Judicial y presidente del Tribunal Supremo. Y en 1975 le encontramos en Valladolid litigando contra el régimen.
La ciudad era entonces un hervidero de protestas. Baste decir que por allí pasó Isidoro, el nombre de guerra como abogado de Felipe González, pero también Antonio Gutiérrez, luego secretario general de Comisiones Obreras, que fue trabajador de Maggi y de Michelin. Unas Comisiones Obreras que surgieron al amparo de parroquias instaladas en barrios obreros periféricos como Delicias o La Pilarica.
“Los disturbios universitarios de Valladolid en 1971 fueron muy potentes y siguieron en 1972. Y en el año 1975 las huelgas provocaron la pérdida de un millón de horas de trabajo”, recuerda el historiador Enrique Berzal. La sociedad estaba en ebullición, y la amenaza de juicio contra ocho estudiantes había desatado meses antes una oleada de protestas y asambleas estudiantiles. En este ambiente, ya notablemente inflamado, el cierre de la universidad no fue un jarro de agua fría que aplacara los ardores de las protestas, como pretendía el régimen, sino más bien una llama ardiente que terminó de provocar la combustión social. Entre las enseñanzas de este episodio histórico, una muy actual: ningún poder, por fuerte que sea, dura para siempre.
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