Las sirenas cantan al alba. Ya no aúllan durante toda la noche, como ocurría en los primeros días, pero tras despertar al vecindario ya no hay quien las calle. Policía, bomberos, ambulancias. En el barrio de San Isidro, el último antes de cruzar el puente que conecta la ciudad de Valencia con poblaciones devastadas como Picanya, las sirenas no se ven, pero son el lienzo sonoro sobre el que transcurre la vida de los vecinos.
Con las sirenas aparecen los primeros batallones de escobas, abundantes y victoriosos durante el fin de semana, más escuálidos los días laborales. Horas más tarde, en la noche temprana, el barrio reverencia a esos limpiadores voluntarios y el barro que traen de vuelta sus botas.
Entre San Isidro y el siguiente barrio santo al sur de la ciudad, el más célebre estos días, solo hay un cementerio de distancia. No es una sombría licencia, se trata del camposanto de Valencia. En San Marcelino las sirenas no solo se escuchan, también crispan con su luz la jornada de los residentes. Ambulancias, policías, bomberos. Señalan el paso fronterizo que más acerca dos mundos separados por el efecto de un río desbocado.
"Están todo el día sonando las sirenas, te acaban volviendo loca", se lamenta Sonia, vecina de San Marcelino, si bien no es ese sonido lo que verdaderamente le perturba desde el martes 29 de octubre. Aquella tarde, su marido Pablo fue a recogerla a la escuela infantil de Paiporta donde trabajaba. La intención era pasar por el Mercadona del mismo municipio para hacer la compra de la semana. Una llamada de teléfono trivial, de un amigo, hizo que Pablo se olvidara de parar en el supermercado y regresaran directos a San Marcelino.
Poco después, en Paiporta se había desatado el fin del mundo. En esa localidad, Sonia no solo tiene su trabajo: también su madre, sus amigas, su infancia. "Mi vida está allí", acorta ella. Tras la pesadilla de la primera noche, el miércoles su marido Pablo cruzó el puente para recoger a la madre de Sonia. Estaba bien, su vida no había corrido peligro, pero la mañana posterior a la inundación una fuga de gas le obligó a abandonar su casa. "Recuerdo, al llegar, ver a un guardia civil llorando. Le dimos una botella de agua", rememora Pablo sobre su entrada a la localidad, "luego nos dijeron que no nos paráramos a mirar dentro de los coches, podía haber muertos. Yo fijé la mirada en el suelo hasta que recogí a mi suegra y su perrita".
Ahora la madre de Sonia vive al otro lado del puente, junto a su hija y su yerno. La guardería en la que trabajaba Sonia fue arrasada. Pablo ha cruzado esa misma pasarela casi cada día tras el espanto. Se levantaba a las seis de la mañana y se dirigía al otro lado para echar una mano en lo que se pudiera. Luego comía y se iba a trabajar. "El jueves teníamos una cita para ver una casa en Paiporta, queríamos vivir allí, aún queremos", dice ella. A Sonia solo le han permitido ir a ver su pueblo destruido un día: está embarazada de cuatro meses. No son las sirenas lo que no le dejan dormir: "Que mi pueblo esté así y yo no pueda ir a ayudar... Ese dolor lo llevaré siempre dentro".
Vidas como estas, con un pie a cada extremo del puente, abundan en los barrios de los santos del sur de la ciudad. Hay quien ofrece su relato de aquella noche, hay quien pide no revivirlo. Hay quien el miércoles cruzó el paso sobre el cauce nuevo del Turia caminando, buscando refugio en casa de sus padres, de sus amigos, que vivían a salvo en la orilla seca. "Tengo un trabajo y un lugar donde quedarme", apunta escueto una de esas voces que regresó de Paiporta a San Isidro. Se siente afortunado y pide no rememorar su odisea, porque hay una huella de la catástrofe que pudo limpiarse y otra que le impide hablar. Hay vidas así en la frontera.
Los vínculos son estrechos entre los anegados pueblos de la Horta Sud y los barrios fronterizos de la gran urbe. Además, San Marcelino y San Isidro se asemejan: de clase trabajadora y separados del resto de la ciudad por la brecha que supone el Bulevar Sur, una avenida que estos días atrás mostraba el colapso urbano, donde las sirenas trataban de abrirse paso entre la congestión de vehículos, en dirección al barrio desde donde se accede a la zona devastada.
El paso por San Marcelino es un imposible nudo de coches: algunos intentan circular, otros se quedan varados en los márgenes de la avenida, sobre las aceras. De ellos emergen jóvenes que se colocan allí mismo improvisados uniformes para dirigirse hacia el lodo.
"Es un auténtico caos. Yo cruzo el bulevar andando cada mañana para ir a trabajar, y al otro lado parece que no haya pasado nada", comenta Silvia Atienza, vecina de San Marcelino. La avenida como grieta social. En el barrio la tragedia está presente en cada esquina: pancartas de arenga que penden de las fachadas, aceras llenas de huellas de barro. Omnipresentes sirenas. Cafeterías en las que se preparan o descansa un grupo de voluntarios.
Y en las historias de ida y vuelta, claro. Atienza ha conocido algunas durante la última semana. Ella es también la presidenta de la institución más reconocida del barrio en estos momentos: la Falla. "El miércoles yo estaba trabajando y me llamó una chica de la sección juvenil. Querían abrir el casal para la gente que estaba llegando al barrio desde la zona afectada. La idea era darles un lugar donde descansar, tomar un café y cargar el móvil, para que pudieran avisar de que estaban bien", relata Atienza.
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Alfredo Pascual
Pronto, sin embargo, a ese punto empezaron a llegar vecinos que querían ayudar. "El jueves nos habíamos convertido ya en un centro logístico que recogía comida, agua, ropa, de todo. Uno de nuestros falleros movilizó furgonetas de ONG y empezamos a distribuir a pueblos afectados", cuenta la presidenta. Una vecina les procuró una planta baja extra solo para almacenar toda la ropa que llegaba donada.
Atienza enumera: Catarroja, Albal, Paiporta, Picanya... En todas esas poblaciones hay miembros de su Falla. Desde el día en que se convirtieron en centro de recogida han permanecido abiertos. "La respuesta vecinal y de otras Fallas amigas ha sido abrumadora", apunta con voz cansada. En junta directiva habían decidido bajar la persiana tras la jornada de ayer. Su voz se fisura cuando recuerda los primeros instantes del casal como albergue: "Me encontré a una chica con su bebé que lloraba de rabia, a otra madre con sus tres hijos que no sabía nada del marido, a dos abuelitos que lo habían perdido todo y habían llegado hasta aquí desconcertados". Todos provenían del otro lado de la frontera.
El primer fin de semana tras el cataclismo, muchos voluntarios trataban de llevar alimentos a pueblos incomunicados montados en bicicleta. Partían desde San Marcelino, concretamente desde la plaza en la que se levanta el teatro de la Rambleta, otro improvisado centro logístico, y algunos pedaleaban el tramo de paseo hasta San Isidro porque allí otra Falla se había erigido en gran punto de recogida. "Pasaban por aquí y les dábamos bocadillos para los afectados. Empezamos a recibir donaciones el jueves por la mañana y a mediodía ya salimos a repartir con el camioncito de un fallero, primero a Picanya i Paiporta", explica Emilio José Ruipérez, presidente de la Falla San Isidro.
"De pronto aparecieron en tromba vecinos a donar; se iban a supermercados lejanos, de otros barrios, y los vaciaban para traernos cosas", recuerda. En algún momento su iniciativa saltó un peldaño y atrajo dos tráileres de donaciones desde Barcelona. "Fue desbordante", enfatiza. Tras cesar como punto de recogida, estudian cómo mantener la ayuda a los vecinos del sur.
No solo se movilizaron las Fallas en estos barrios: grupos de scouts, asociaciones vecinales o casi cualquier cuadrilla de amigos ha transitado esa pasarela. Los testimonios de ambos enclaves confluyen en una coletilla: "más que un barrio, esto es un pueblo". Una palabra y una idea, esa de pueblo, que ha ocupado titulares, que ha pintado sábanas y saturado los móviles. Pero que adquiere su significado más hondo en la frontera.
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