Las profundas raíces del antiamericanismo que se derivaron de los desastres de Cuba y de Filipinas no contradicen la fertilísima influencia de la cultura estadounidense en el periodo de entreguerras. Tanto caricaturizaba Unamuno la irrupción de “Yanquilandia”, tanto avanzaba la colonización de las barras y las estrellas. Y no porque existiera un plan de conquista específico, sino porque las nuevas corrientes, los nuevos lenguajes, los nuevos creadores, predispusieron la influencia cosmopolita de Nueva York.
Cuenta muy bien la historia un reciente ensayo de Juan Francisco Fuentes cuyo título, Bienvenido Mr.Chaplin, alude a la polarización de la cultura americana tomando como referencia el impacto de Charlot, pero también considerando el influjo de NY en el urbanismo de Madrid.
Lo demuestra la euforia con que Iliá Ehrenburg descubrió la transformación del down town madrileño. “La Gran Vía es Nueva York”, proclamó el periodista y escritor soviético cuando recaló en la capital española (1931). Le impresionó la nueva arquitectura de la ciudad. Y no porque hubiera grandes rascacielos, pero la atmósfera urbanística evocaba la Quinta Avenida y suscitaba toda clase de analogías entusiastas.
Le impresionó el edificio de Telefónica, tanto como lo hizo el Palacio de la Prensa. Pronto se levantarían los símbolos del Coliseum y del Capitol, cuyos aires neoyorquinos redundaban en el impacto nuclear del cine americano. Las películas de Chaplin se recibieron con desmedida euforia. Y vitalizaron el entusiasmo de la ciudad frente a los recelos intelectuales de los antiamericanos. Puede que Iliá Ehrenburg exagerara las comparaciones, pero la percepción de una capital modernizada y americanizada tampoco contradecía el reflejo de las miserias que se generaban entre las calles y callejones.
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"La miseria acecha en cualquier terraza de la Gran Vía o en cualquier calle aledaña en forma de mendigos, lisiados, chulos y prostitutas. Es la vieja España de la picaresca, los curas y los hidalgos, con su rastro de mendicidad y orgullo y una dignidad a flor de piel que tiene hasta el más pobre de los españoles", escribe Fuentes, asumiendo a la mirada de Ehrenburg. Había un Madrid en los raíles del progreso y otro Madrid que se resentía del oscurantismo y el pesimismo, aunque los cines de la capital abatían las distancias con las carcajadas y el hedonismo de Charles Chaplin.
La euforia de las comedias se contagiaba de la fascinación de la cultura yanqui. Se estrenaba en la villa y corte la primera película sonora, El cantor de jazz, pero más impresionaba el hallazgo del jazz mismo, la banda sonora de una invasión civilizada y civilizadora que explica la devoción con que acudieron a la casa madre, Nueva York, los primeros espadas de la cultura española, incluidos Lorca, Blasco Ibáñez, Joaquín Sorolla y Luis Buñuel.
Cuenta Fuentes que "los emigrantes transmitieron en sus cartas y fotografías la imagen de Estados Unidos como una tierra prometida, llena de avances técnicos y sociales, y los arquitectos construyeron rascacielos –o rascacielitos– que pretendían imitar a los de Nueva York y Chicago". Salió beneficiada la imagen cosmopolita de Madrid. Y se resolvió a beneficio de la capital –ahí están los resultados– la pugna entre el moralismo y el hedonismo, entre el casticismo y la exuberante americanización.
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