¿Pueden tomarse setas alucinógenas sin necesidad de drogarse?

¿Pueden tomarse setas alucinógenas sin necesidad de drogarse?

Hay que reconocer que Argüelles conserva todavía su idiosincrasia de barrio. La inauguración de algunos Starbucks, la subida de los alquileres y la cercanía del centro histórico-turístico sobrentienden el peligro de la gentrificación, pero otros síntomas suscriben la idiosincrasia de un territorio genuino. Conviven jubilados y estudiantes. La gente va a misa. Puede comprarse el periódico en el quiosco a riesgo de parecer fetichista. Sigue habiendo colmados y negocios “de toda la vida”. Y proliferan las casas de comidas (Mundi, Ricardo…) con estupendas calidades en su menú.

Tiene sentido prestar atención a El Imperio. Y a los azulejos blancos y azules que identifican el restaurante en la esquina de Galileo y Fernández de los Ríos. Conviene reservar mesa con antelación, igual que procede personarse antes o después en la librería musical que destaca a unos metros. Se llama El Argonauta. Y congrega a una melomanía heterogénea que observa el silencio, hojea las partituras y estimula los sentidos antes de cruzar la acera.

La sinestesia favorece la experiencia de comerse unas setas en las mejores condiciones. Por la frescura. Por las recetas poco intervencionistas de la cocina. Y por la variedad del género. Puede comprobarlo el comensal echando un vistazo a las cajas de madera donde se expone el tesoro.

Rubén Amón

Tesoro quiere decir que la oferta de El Imperio incluye la joya micológica de la amanita caesarea. No sé donde las consigue Juan Ignacio Fernández, el patrón, pero las muestra y cocina privilegiadamente sin abusar de los precios ni opacar las otras excelencias de la carta. Me declaro un comensal fanático de las trompetas de la muerte –con todas sus resonancias apocalípticas–, aunque El Imperio propone combinarlas en un panaché cuya variedad, aspecto y aroma sugiere comparaciones con un menú alucinógeno. No solo con las referencias más comunes (boletus, níscalos, ortigas...) sino con las opciones que alojan más poética y misterio en su propia nomenclatura: angula del monte, lengua de vaca, pie azul.

La sala del restaurante es coqueta y pequeña. La terraza es un poco ruidosa para concentrarse en la experiencia micológica. Y la barra propone una cerveza bien tirada y una oferta de vinos cuya enjundia se explica en las ambiciones del maridaje. Y no solo para entregarse al acontecimiento de las setas, sino porque El Imperio reúne otras especialidades en feliz atención a la clientela alternativa. Son estupendos los platos en tempura (flor de calabacín, alcachofas...), revisten mucho interés las carnes a la brasa, puede comerse una magnífica merluza y llama la atención el repertorio madrileño del restaurante, tanto por los callos y la lengua como por el rabo de toro.

"Estamos en tiempos gastronómicos de excesiva audacia y desproporcionado abuso del amaneramiento y de los precios"

Estamos en tiempos gastronómicos de excesiva audacia y desproporcionado abuso del amaneramiento y de los precios, empezando por los locales “de moda” donde reparten al comensal en dos turnos malogrando cualquier oportunidad de sobremesa. Comemos para alimentarnos, claro. Comemos "bien" porque hacerlo implica una experiencia sensorial que redunda en el rasgo civilizado y civilizador de los humanos. Y comemos para conversar en buena compañía, dilatar el tiempo con el placer en el paladar, abjurar un buen rato del móvil y del reloj.

Quiero decir que El Imperio no castiga la economía de los comensales más allá de los vaivenes del mercado (las setas son orfebrería de temporada). Y que la amabilidad del personal tanto se aprecia en la simpatía del tratamiento como en el privilegio de comer sin miedo a que vayan a evacuarte.



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