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Hay un instante muy preciso en que el madrileño deja de ser turista para convertirse en sospechoso. Sucede en la playa, en la cola del teleférico, en la terraza del pueblo costero donde intenta pedir café con leche a las doce y media. Todo va bien —el sol, la brisa, el aceite de oliva— hasta que abre la boca. "¿Sois de aquí?", le preguntan con cortesía. Y responde el madrileño, sin calcular las consecuencias: "No, de Madrid". Silencio. Gestos. El camarero tarda un poco más. El niño de la mesa de al lado le lanza arena. Y se despliega, como una sombra invisible, el prejuicio atávico de cada julio: la madrileñofobia.
No es un concepto nuevo. Pero ya ha dejado de ser anecdótico. Lo certifica con lucidez y estadísticas J. García González, autor del reportaje publicado en El Confidencial el 10 de julio: "Ahí viene la plaga: la madrileñofobia o el rechazo real que sufren (cada vez más) muchos turistas de la capital".
Lo explica con datos que rozan la humillación demoscópica: el 68,5 % de los madrileños dice haber percibido actitudes negativas por su procedencia, y la mitad reconoce haber sido tratado de forma distinta. No por insolencia, no por ignorancia. Por venir de donde vienen. Por representar lo que representan.
¿Y qué representa un madrileño en agosto? Representa la centralidad, aunque nunca haya pisado la Moncloa. Representa la política, aunque no haya votado. Representa los telediarios, el tráfico, el ruido, las prisas, el restaurante fusión, la gentrificación, el brunch, las letras de Malasaña, el vermut con tónica, los afters de Conde Duque y los atascos de la M-30.
Es decir, representa lo que sobra. Y lo que irrita. El madrileño no viaja. Se expande. No descansa. Coloniza. Y tiene, además, el defecto imperdonable de presumir de humildad. "Qué bien se vive aquí", dice en la taberna gallega, como si fuera una bendición bajada desde el Foro. Y no se da cuenta —o sí— de que su piropo suena a amenaza.
Lo resume así el colega de El Confidencial: "Cada vez más comercios optan por no abrir en agosto. No por descanso, sino por defensa". Como si la llegada del madrileño supusiera un estado de excepción. Y no es del todo exagerado. Porque el madrileño no solo quiere comer bien, aparcar cerca y que le atiendan rápido. También quiere que le digan que ha acertado. Que su escapada tiene sentido. Que ha sido bien recibido. Que ha caído bien. Es ahí donde más duele la madrileñofobia: en el despecho sentimental. El madrileño no soporta no gustar. Y por eso insiste tanto. En preguntar por calas secretas, en elogiar la empanada, en decir que aquí el aire huele mejor. Como si fuera posible redimirse a base de halagos.
Pero no hay salvación posible. Porque, como explica J. García González, el rechazo al madrileño no es individual. Es simbólico. Se detesta lo que representa. Se le atribuyen las tensiones del país. Se le convierte en chivo expiatorio. Y eso provoca situaciones entre la sátira y el esperpento. Carteles en los bares ("No atendemos a madrileños"), memes, cuentas de redes sociales que monitorizan su llegada como si fueran plagas de langostas. Y, de fondo, una condescendencia que duele más que el insulto: "Tranquilo, no se nota que eres de Madrid".
Por eso el madrileño, que presume de resiliencia, se vuelve acomplejado. Baja el tono. Modula el acento. Intenta pasar desapercibido. Se disfraza de local. Aprende a decir "meigallo", "collonut" o "aúpa" según la latitud. Se convierte en actor de sí mismo. Pero no lo logra. Porque se le nota. En el gesto. En el ritmo. En la ansiedad de las manos. En la forma de mirar la carta como si leyera el BOE. Porque el madrileño no sabe estar. Solo sabe llegar.

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Y, sin embargo, habría que preguntarse si la madrileñofobia no es, en parte, una coartada. Una licencia. Un pequeño ajuste de cuentas por siglos de centralismo, por agravios presupuestarios, por esa sensación —tan falsa como persistente— de que todo lo importante sucede en la capital. Quizá el problema no sea el madrileño, sino lo que se proyecta en él. Quizá, como sugiere el propio artículo de El Confidencial, el rechazo diga más del que lo ejerce que del que lo sufre. Como si Madrid hubiera dejado de ser un lugar para convertirse en un espejo incómodo.
Pero hay algo más: que la madrileñofobia también se cura. Con autocrítica, con humor, con educación. Con menos arrogancia y más escucha. Con menos colonización y más integración. Con menos "en Madrid esto no pasa" y más "¿cómo se pide aquí el cortado?". Porque el verdadero madrileño no es el que exige. Es el que se adapta. El que aprende. El que vuelve con una historia que contar. No con una que imponer.
Y tal vez ahí esté la redención. No en dejar de ser madrileños, sino en serlo mejor. En viajar sin invadir. En escuchar sin comparar. En aprender sin corregir. En aceptar que hay lugares donde el tiempo va más despacio, donde la tortilla lleva cebolla sin debate, donde el café se sirve en vaso y no pasa nada. Porque el verano no es una conquista. Es una tregua.
Y Madrid, esa ciudad que no descansa ni cuando duerme, lo entenderá. A la vuelta. En el atasco. En septiembre. Con las luces rojas de la M-30 recordándonos que también nosotros, los madrileños, necesitamos que nos quieran. Aunque sea a ratos. Aunque sea de lejos.
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