Decía Georges Brassens que al cementerio hay que ir por el camino más largo. Aludía, claro, al objetivo de explorar todos los límites de la vida. A gastársela, como sostenía a su vez el maestro D.H. Lawrence.
Eran ambos personajes de mucha vitalidad y mala salud, cuando no hipocondriacos invertidos. Tenían siempre buenas razones para sentirse saludables, por mucho que les torturaran las dolencias y padecimientos.
Vitalistas y hedonistas, Brassens y Lawrence no escogieron un camino demasiado largo para ir al cementerio. El cantautor francés murió con 60 años, el literato británico solo tenía 45 años. “Tenemos que vivir, no importa cuantos cielos hayan caído”, escribía a semejanza de un epitafio.
No me gustan los cementerios ni termino de comprender a las personas que les confortan. El silencio no es otra cosa que “la paz de los sepulcros”, como había escrito Schiller en el drama hispano de Don Carlos.
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Rubén Amón
Y conozco bien La Almudena. Por motivos que nunca hubiera querido. O por razones accesorias que tampoco evocan el menor entusiasmo. Tengo entendido que es el camposanto más grande de Europa Occidental. Por la superficie que ocupa. Y por los difuntos que aloja. Hay más “ciudadanos” civiles bajo tierra o en los nichos que caminando por las calles. Los cálculos mencionan cinco millones de sepultados, incluidos los muertos que reposan en las superficies aledañas del cementerio hebreo y del cementerio civil.
Y proliferan las personalidades ilustres. Tanto del mundo de las letras (Baroja, Galdós, Umbral), como en el ámbito del cine (Fernando Rey, Bódalo, Encarna Paso), la música (Olga Ramos, Lola Flores, Enrique Urquijo), la ciencia (Ramón y Cajal) y la tauromaquia (Frascuelo, El Yiyo).
El recorrido fetichista exige paciencia y constancia. Y tiene más sentido eludir la experiencia este fin de semana del calendario -el día de Todos los Santos, el día de los Difuntos-, aunque el interés de acudir a la Almudena en las primeras jornadas de noviembre consiste en el florecimiento de las tumbas. Las rosas y los claveles recubren la piedra. Y proporcionan la ilusión de la vida eterna hasta que el tiempo -tic, tac- marchita el sortilegio.
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Rubén Amón
Puede que la mejor razón para visitar La Almudena consista en su propia heterogeneidad estética. El estilo neomudejar y el modernista otorgan cierta majestad a la entrada porticada, aunque más interés revista aún el vidrio y la forja que enfatizan la fantasía de la capilla principal. Se diría que es un templo irreal, escurridizo. Y que las propias connotaciones funerarias del lugar requerían el antídoto de una iglesia descarada y optimista.
Merece anotarse el mérito al ingenio arquitectónico de Francisco García Nava (1905), pero también a los colegas -Fernando Arbós, José Urioste- que diseñaron los pormenores estéticos y logísticos del camposanto en el umbral de su inauguración (1884). Otra cuestión son los mausoleos grandilocuentes de las familias hacendadas, la opulencia de los panteones que sobresalen entre la clase media de las restantes tumbas. Y no es cuestión de mostrarse vengativos a título póstumo, pero sí recordar a San Francisco cuando decía que se llega antes al cielo desde una choza que desde un palacio. Y por el camino más largo.
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