Llama la atención que una capital de tanto ajetreo turístico y de tanta vitalidad siga observando con semejante escrúpulo el descanso de los lunes. No ya en los restaurantes, sino también en los teatros y los museos, como si no se tuviera en cuenta la prolongación natural del fin de semana.
Chapan los lunes el museo Cerralbo, el Naval, el Lázaro Galdiano, la casa de Lope de Vega y el museo de Historia de Madrid. Tampoco abre la Academia de San Fernando, el Museo Sorolla, el Arqueológico, el museo del Romanticismo, o la ermita de San Antonio de la Florida.
Se ha generalizado el hábito o la costumbre, porque se trata de facilitar descanso al personal y de aprovechar el paréntesis para ordenar las colecciones y organizar las exposiciones, aunque el parón se antoja demasiado traumático y severo en una ciudad que aloja tantos visitantes.
Más aún cuando el museo más relevante de todos, el Prado, abjuró del cierre de los lunes ya en 2012. No tenía sentido sustraerle a los visitantes una jornada de actividad ni castigar a los turistas con el reposo. Y es verdad que otras grandes instituciones han formalizado la tregua -el Louvre, por ejemplo, cierra los martes- pero el régimen lúdico de una gran ciudad contradice las restricciones horarias y las limitaciones burocráticas.
Los restaurantes ya se abastecen de “materias primas” pese al cierre dominical de los mercados, igual que la afluencia masiva de turistas ha desdibujado las fronteras de los días laborables y los festivos. La idea de un Madrid non stop o 24 horas/siete se resiente de atavismos y costumbres por revisar. Los lunes ya no son los lunes, como los domingos dejaron de ser domingos cuando se liberalizaron los horarios y los criterios comerciales.
No quiero ir a Las Ventas, pero voy a ir
Rubén Amón
Y no es que escaseen las alternativas. El régimen de apertura del Prado lo comparten el Thyssen y el Reina Sofía remarcando los vértices del triángulo de oro, aunque una de las novedades más atractivas del panorama museístico se identifica en la Galería de las Colecciones Reales, a unos metros de la espantosa catedral de la Almudena. No hay manera de evitarla en el trayecto que conduce hacia los tesoros del Patrimonio Nacional. La sede que los aloja es mérito de Tuñón Álvarez y Moreno Mansilla. Se inauguró hace cosa de un año. Y merece visitarse por el impacto estético de algunas obras maestras en el viaje de los Austrias a los Borbones.
Tiene sentido destacar entre ellas el espeluznante Cristo crucificado de Tiziano, la Salomé expresionista de Caravaggio, el San Cristóbal de Patinir y el retrato de Carlos IV que concibió Goya con más sarcasmo que devoción cortesana, aunque el mayor impacto del repertorio del artista aragonés concierne a la Santa Isabel de Portugal curando a una enferma.
Es una grisalla al temple cuyo desgarro y ferocidad lo convierten en un asombroso testimonio vanguardista. Y en una experiencia de sobrecogimiento que justifica en sí misma la escala en las Colecciones.
El nuevo museo es heterogéneo, ameno (en sentido lúdico) y variopinto. Hay carrozas y armaduras, artes menores y arte mayúsculo, instrumentos musicales e indumentaria episcopal, incluso los vestigios visigóticos del Tesoro de Guarrazar que Franco negoció con Petain cuando el caudillo también se trajo de París la Dama de Elche y la Inmaculada de Murillo.
La Galería es estrictamente una galería porque el itinerario perfora los túneles de un espacio sugestivo, a semejanza de un viaje iniciático o de una incursión subterránea. Un estupendo plan de lunes en una ciudad cuya expectativa cosmopolita y fertilidad turística obligan a replantearse sus obligaciones con el ocio y las convenciones semanales.
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