Los telegramas secretos del accidente nuclear que pudo borrar media España

Los telegramas secretos del accidente nuclear que pudo borrar media España

El 17 de enero de 1966, un avión cisterna KC-135 estadounidense que había salido de la base aérea de Morón de la Frontera (Sevilla) colisionó con un bombardero estratégico B-52 que regresaba de patrulla mientras sobrevolaban el pequeño pueblo almeriense de Palomares. No se trataba de un simple accidente aéreo, sino de un broken arrow (flecha rota), la palabra en clave utilizada por el Pentágono para definir un accidente que involucrara bombas atómicas. Uno de los secretos mejor guardados a los ojos y espías de Moscú en plena Guerra Fría.

Se trataba del vigesimonoveno incidente de este tipo, pero este era (y sigue siendo) único. Nunca antes ni después han caído cuatro bombas termonucleares sobre un centro urbano. Afortunadamente, no detonaron y se evitó repetir la aterradora experiencia de Hiroshima y Nagasaki. Los únicos muertos directos fueron siete tripulantes de los aviones estadounidenses. Pero ningún fallecido ni heridos en tierra.

A pesar de la trascendencia del acontecimiento y de los 58 años transcurridos, los sucesivos gobiernos españoles han tratado el accidente como materia reservada y no han desclasificado prácticamente ningún documento sobre el incidente, del que conocemos la mayoría de los detalles por los informes estadounidenses.

Pese a este secretismo, El Confidencial encontró en el Archivo del Ejército del Aire español centenares de informes oficiales, telegramas, mensajes cifrados, mapas y fotografías que permiten reconstruir, por primera vez, la versión española de esos primeros días y confirmar que los científicos, militares y políticos españoles sabían exactamente lo que ocurría y lo que hacían los militares estadounidenses.

Lo primera conclusión al leerlos es que la versión de que el Pentágono "manipuló" todo lo relacionado con el accidente es falsa.

Los documentos confirman que las autoridades españolas tuvieron mucho que ver con la censura informativa, la limitada limpieza de las tierras contaminadas y el proyecto para supervisar la salud de los lugareños, bautizado como programa Indalo para no estigmatizar a Palomares y sus habitantes.

Lo sabían desde el principio

Los documentos oficiales encontrados en los archivos del Ejército del Aire demuestran que los españoles, desde el principio, fueron perfectamente conscientes y aceptaron que EEUU no limpiara todo el plutonio. Lo ocultaron sin remordimientos.

Destacan tres informes que envía inmediatamente después del accidente el coronel Emilio Alfaro Aguirre, entonces director de la Academia General del Aire en San Javier (Murcia), a sus superiores. Este incluye los datos recogidos por los enlaces militares españoles que acompañan a los generales Delmar Wilson, jefe de la 16.ª Fuerza Aérea estadounidense en España, y Stanley Donovan, jefe de todas las operaciones militares conjuntas entre EEUU y España. Estos llegan a Palomares escasamente hora y media después del suceso. Mucho antes que cualquier autoridad de relieve española.

Esto demuestra varias cosas.

Los científicos españoles de la Junta de Energía Nuclear (JEN), la institución española especializada desde 1948 en la energía atómica, tanto pacífica como militar, tardan en movilizarse cuatro días. La avanzadilla estuvo compuesta por tres expertos: el coronel médico de la Armada Eduardo Ramos, jefe de la división de Medicina y Protección de la JEN; Manuel Quinteiro Blanco, director de Ingeniería, y un tercero del que no está clara su identidad. En los días siguientes llegarán muchos más, hasta cerca de una treintena, que trasladaron centenares de kilos de material —e incluso un laboratorio móvil en una furgoneta Volkswagen— para realizar mediciones de plutonio en el aire.

"Según médicos [de la] JEN —dice el telegrama secreto enviado a Madrid el día 21—. Situación sanitaria puede considerarse satisfactoria por resultados poco alarmantes".

Desde su llegada, todos los días se toman muestras de orina de la población —hasta 100 diarias en los primeros días— que se envían rápidamente a Madrid para análisis clínicos mediante un enlace de helicópteros a la Academia de San Javier y, desde allí, en avión a la capital española.

La parte más polémica de su intervención fue la negociación con los científicos estadounidenses sobre las labores de descontaminación, ante la pretensión de los norteamericanos de dejar la mayor cantidad de material posible. El momento culmen tiene lugar a mediados de febrero, una vez fijada la superficie contaminada (algo que también fue polémico en sí mismo).

Al final, se llegó a un compromiso, forzado al máximo nivel político en Madrid, que implicaba que los suelos con contaminación radiológica superior a 60.000 CPM —frente a los 7.000 CPM que pedían los científicos españoles— debían ser raspados hasta una profundidad de 10 centímetros y removidos de España. En total se llevaron unos 1.000 m³. Los que tenían niveles de entre 700 y 60.000 CPM serían regados y enterrados a unos 20 centímetros de profundidad. Por debajo de 700 CPM, simplemente serían regados. Además, los españoles admiten que no se limpien los suelos por debajo de 10.000 CPM cuando sea una zona de difícil acceso, como partes montañosas. Eso explica que hoy queden restos de plutonio y contaminación atómica en aquellas zonas donde se rebajó la limpieza, y sea necesaria una segunda limpieza de Palomares. Todo se sabía.

Los españoles buscan secretos atómicos

Hasta ahora, solo se sospechaba que los españoles se habían llevado trozos de los artefactos atómicos para avanzar en el conocimiento del funcionamiento de las bombas nucleares y su grado de contaminación. El único respaldo de este señalamiento es la versión del teniente coronel del Ejército del Aire e ingeniero aeronáutico Guillermo Velarde Pinacho, autoproclamado padre del proyecto Islero para la fabricación de la bomba atómica española.

Esta investigación aporta novedades sobre este punto, al rescatar uno de los informes secretos del Ejército del Aire, basado en el testimonio del capitán español Joaquín James Grijalbo, quien había acompañado al general estadounidense Delmar Wilson en los primeros momentos después del desastre. Y sí, los españoles se llevaron a hurtadillas material que no deberían haberse llevado.

Mucho antes de que Velarde apareciera en la zona (el 28 de enero), una comisión de la Junta de Energía Nuclear estaba desplegada ya en el área. El capitán James Grijalbo se encuentra con ellos en uno de los lugares donde había caído una de las bombas termonucleares, muy cerca del pueblo —probablemente la número tres—.

"La radioactividad por aquella zona era bastante alta. Todos los componentes del equipo de la JEN se pusieron a trabajar independientemente de los equipos americanos, no obstante, entre ellos, se cambiaron impresiones para repartir un poco de trabajo", explica el capitán, quien también visitó el cementerio donde cayó la bomba número dos.

"El lugar estaba vigilado por una pareja de soldados americanos y otra de la Guarda Civil —explica el capitán—. El Sr. Quinteiro comenzó reconociendo con su contador de mano la radioactividad de la tierra, la cual oscilaba mucho de unos puntos a otros, a pesar de estar muy cerca (las mediciones) una de otra".

Los restos de los aviones con radioactividad reducida serán hundidos en un lugar no divulgado del Atlántico, pero a más de 40 kilómetros de la costa, sin que la parte española ponga objeciones. La confirmación definitiva del envío de las tierras más radioactivas a EEUU —la victoria más importante conseguida por los españoles en relación con la crisis de Palomares— tiene lugar el 23 de febrero, aunque todavía será necesario que pasen aproximadamente dos semanas para sacarlas de España.

Censura e interferencias radiofónicas

Los documentos españoles dejan clara la enorme preocupación de las autoridades franquistas por controlar en todo momento a la opinión pública. Había una firme decisión de censurar la prensa nacional y, en la medida de lo posible, a la extranjera. Paradójicamente, Estados Unidos mostró, pese a que el accidente involucraba armas nucleares secretas, una actitud más trasparente, llenando los silencios del Gobierno español, que durante muchas jornadas y momentos claves desapareció de la escena.

Según uno de los informes del director de la AGA, sobre las 13:00 horas del día 21 —es decir, cinco días después del accidente— se presentó en el puesto de mando del Ejército estadounidense un sacerdote que resultó ser el cura Francisco Navarrete Serrano, párroco de la pedanía de Palomares. "Venía muy preocupado por el estado psíquico de la población civil, manifestando que está muy alarmada por haber oído referencias en español por radios extranjeras de que la zona estaba contaminada y había un grave peligro para los habitantes".

Le atendió el propio general Donovan, quien amablemente le explicó a través de un intérprete "la realidad sobre el poco peligro existente". El sacerdote hizo ver "la conveniencia" de que alguna autoridad española les hablase y tranquilizase, lo que produjo que se trasladase ese mismo día a la zona el gobernador civil de la provincia.

Sin embargo, después de hablar brevemente con los vecinos, el gobernador civil, según el capitán James Grijalbo, delegó toda la autoridad en el coronel Ramos. Este ordenó inmediatamente una cuarentena completa de Palomares, tanto para la salida de sus productos alimenticios (principalmente tomates), como en la entrada y salida de personas.

El 11 de marzo, el Pentágono retira la mitad de los 800 hombres que tiene en la zona y el general Wilson informa que levantarán el campamento el 20 de marzo. Montel y los científicos españoles lo entienden como el final de su trabajo. "Ya no es necesaria mi permanencia continua en la zona", informa a sus superiores.

La alarma se enciende en el Gobierno español ante el temor de que los norteamericanos se marchen sin completar el trabajo y abandonando una última bomba atómica en el Mediterráneo. Por eso, rechazan la petición de Montel. Tendrá que esperar un mes más.

Finalmente, se encuentra a 970 metros de profundidad. El 8 de abril, Viernes Santo, se muestra a los medios de comunicación a bordo del USS Petrel. Nadie de importancia del Gobierno franquista quiso inmortalizarse con ella.



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