“Solo se puede morir una vez. Mejor que sea en mi tierra”, susurra Hazel Mazguit, de 50 años, junto a su casa de Yordeij, aldea del pueblo de Arab el Aramshe, que dista apenas 300 metros de la Línea Azul, la tensa divisoria entre Israel y Líbano. Mazguit ha dejado en Nazaret, 70 kilómetros al sur, a su esposa y sus cinco hijos para ocuparse de una granja avícola. “Aparque detrás de la casa, es más seguro”, recomienda mientras señala la torre de observación de la milicia proiraní de Hezbolá que sobrevuela el muro de hormigón fronterizo. “No tiran a dar, los proyectiles y cohetes casi siempre caen en zonas deshabitadas, pero nunca se sabe”, recita un mantra de hombre precavido. En el oeste, hacia al Mediterráneo, las detonaciones secas de la artillería israelí coinciden con el inicio del sabbat en el atardecer del viernes. “Habrán detectado movimientos de la guerrilla libanesa y los están espantando a cañonazos”, menea la cabeza sin poder ocultar un rictus de espanto.
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