El turrón que tardó años en llegar a Madrid y otras historias dulces de la ciudad contadas a través de sus pastelerías

El turrón que tardó años en llegar a Madrid y otras historias dulces de la ciudad contadas a través de sus pastelerías

Esta es la historia de un dulce que tardó años en llegar a Madrid y la de un confitero dispuesto a hacer sus sueños realidad. El turrón es un manjar que, en su día, estuvo solo al alcance de algunos afortunados (aquellos que supieron estar en el lugar correcto en el momento adecuado). Luis Mira inició su travesía hacia la capital en busca de la fama en 1840. Tenía las ideas claras: si quería lograr su objetivo tenía que abrir un puesto en la plaza Mayor. El jijonense cargó hasta arriba las alforjas de sus burras con esta característica delicia navideña tan típica de su tierra y emprendió el largo camino hacia los Madriles. Sin embargo, no era capaz de pasar la frontera de Albacete. ¿El motivo? Ese sabor tan único. Su producto era tan exquisito que los castellano-manchegos de la zona se lo quitaban de las manos.

La historia cuenta que tuvo que reiniciar su viaje hasta cuatro veces, ya que siempre vendía el género antes de llegar a su destino. Luis Mira cuidaba hasta el último detalle en la preparación de este exquisito dulce, empezando por la extraordinaria calidad de las materias primas que utilizaba. El pastelero "cocía la miel en una olla de doble fondo, la malaxadora, mezclando la espesa pasta de almendras con una enorme pala de madera a un ritmo hipnótico que solo él conocía, hasta llegar a lo que los turroneros expertos llaman el "punto melero", momento crucial en el cual hay que retirar la olla del fuego", explican Marco y Peter Besas en su guía práctica del Madrid Oculto.

La voz sobre la exquisitez de sus turrones empezó a correr como la pólvora, por lo que siempre agotaba sus existencias antes de llegar a la capital. Finalmente, lo logró. En 1842 instaló un puesto callejero en la plaza Mayor y varios años después abrió su primera tienda en la Carrera de San Jerónimo. El sueño de Luis ya era una realidad. Su fábrica de turrones llegó a ser proveedora de la real Casa de Isabel II, de Amadeo de Saboya, de Alfonso XII y de Alfonso XIII.

La calidad de su producto fue reconocida con un Grand Prix en la Exposición Universal de París de 1899. En la actualidad, los descendientes del jijonense dirigen este establecimiento, en el cual se sigue respirando el espíritu emprendedor del pastelero que hizo famoso el turrón en Madrid.

Vista de la tienda de turrones y mazapanes Casa Mira en la Carrera de San Jerónimo en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)Vista de la tienda de turrones y mazapanes Casa Mira en la Carrera de San Jerónimo en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez) Vista de la tienda de turrones y mazapanes Casa Mira en la Carrera de San Jerónimo en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Miras compartió tiempo con Dámaso de la Maza, un chef afincado en Madrid al que todo el mundo llamaba El Riojano. La pastelería, fundada en 1855 por el pastelero personal de la reina María Cristina de Habsburgo, se dio a conocer por las famosas pastas del Consejo, también conocidas como pastas del Senado. Este dulce típico de Madrid, caracterizado por su sabor a limón, comenzó a elaborarse en esta confitería a raíz de una solicitud que hacía la Casa Real para que Alfonso XII pudiese soportar las largas reuniones del Consejo de la Regencia cuando todavía era un niño.

"Nuestra pasta era muy fina y el rey, que tenía unos seis años, la desmigajaba. Su madre vino a hablar con Dámaso y le pidió que hiciese algo que no pudiese romper. Lo que hizo fue transformar la pasta que ya existía en la zona de Cantabria y darle la forma de C de Consejo", explica Roberto Martín Comontes, actual jefe pastelero. Esta tradición se ha mantenido. "Cuando hay Consejo de Estado vienen a buscar tres cuartos de kilo de estas pastas", subraya.

Dámaso de la Maza no tuvo descendencia, por lo que su negocio fue heredado por dos de sus maestros pasteleros que unieron en matrimonio a sus hijos para asegurar la perpetuidad de este emblemático lugar. Así se mantuvo durante siete generaciones hasta que los actuales propietarios lo recibieron de sus jefes por el mismo motivo que hizo Dámaso. "A lo largo de toda su historia hemos intentado conservar tanto las recetas como la esencia del local. Además hay que destacar que es el único establecimiento centenario que no ha cerrado nunca. Ni con la pandemia, ni con la Guerra Civil", recalca Martín Comontes.

Una persona rellena buñuelos en la pastelería El Riojano. EFE/Javier LizónUna persona rellena buñuelos en la pastelería El Riojano. EFE/Javier Lizón Una persona rellena buñuelos en la pastelería El Riojano. EFE/Javier Lizón

El Riojano ha visto pasar por sus paredes a figuras ilustres como la propia reina María Cristina hasta grandes literatos como Jacinto Benavente, del que se cuenta que solía decir que "la gente que no le gusta el dulce no es de fiar". Más de siete generaciones después hay grandes tesoros escondidos entre sus paredes, como el horno o primigenio de leña, ahora en desuso, así como la caja registradora y una báscula antigua. La decoración de esta confitería apenas se ha visto alterada desde que abrió sus puertas por primera vez. No solo llaman la atención sus dulces, sino que lo hacen también las vitrinas de la tienda construidas por ebanistas de palacio con caoba traída de Cuba, así como los ricos bronces y mármoles de Carrara, tal y como detalla Roberto Martín.

Más allá de las pastas del Consejo, esta pastelería es famosa por otro tipo de especialidades como los bizcochos de Soletilla, un regalo que antaño se hacía a las mujeres que acababan de dar a luz, los tocinos de cielo o los merengues, que en su día recomendaban los médicos para curar aquellos males relacionados con la garganta. Durante este siglo y medio también han vendido miles y miles de azucarillos, tan característicos de las verbenas madrileñas de finales del siglo XIX y que al ser disueltos en agua y una copita de aguardiente servían de elixir a los madrileños más dicharacheros.

La cultura culinaria de Madrid es muy rica en variedades pasteleras, algunas de ellas asociadas a determinadas fechas. La repostería madrileña, fuertemente influenciada por los sabores árabes, incluye desde las torrijas, hasta los churros, pasando por las rosquillas o los barquillos. En Navidad, lo más característico son los turrones, ya sean de yema tostada, de frutas, de chocolate o algunos sabores vanguardistas que han ido apareciendo con el paso del tiempo. También son típicos los troncos de Navidad o los polvorones. Aunque hay un dulce que se lleva la palma en estas fechas y es el roscón de Reyes, que año tras año vuelve a las pastelerías de la ciudad y en cuyo interior hay un pequeño obsequio y un haba, símbolo de prosperidad.

Fachada de la Duquesita, pastelería emblemática en Madrid. Fotografía: Cedida. Fachada de la Duquesita, pastelería emblemática en Madrid. Fotografía: Cedida. Fachada de la Duquesita, pastelería emblemática en Madrid. Fotografía: Cedida.

Este tipo de sabores conquistaron a la reina María Cristina, que también solía frecuentar la Duquesita, una pastelería centenaria que actualmente está regentada por el prestigioso pastelero Oriol Balaguer. En 1914, un período convulso en la historia de la ciudad, este espacio abrió en la calle Fernando VI, cerca de Alonso Martínez.

En sus comienzos su especialidad eran los bombones o pastelillos de mermelada, que compraban los caballeros que ingresaban en alguna orden militar para regalárselos a sus familias. Esta confitería conserva los mostradores, vitrinas y espejos originales, e incluso una muñeca de alabastro que da la bienvenida a los clientes.

Otra de las paradas obligatorias de los madrileños de la época era la Antigua Pastelería del Pozo, la más antigua de Madrid. Fundada en 1930, este lugar es famoso por elaborar uno de los productos más típicos de Madrid: los bartolillos. Este local estaba destinado a ser un templo de los dulces desde sus inicios. En los registros del Ayuntamiento consta que esta confitería funcionó como tahona hasta el año 1810. Su fama llegó en los años posteriores, cuando este espacio se convirtió en un lugar de paso para personajes famosos como Pío Baroja, Gregorio Marañón y Jiménez Díaz.

Interior de la Antigua Pastería del Pozo. Fotografía: Cedida. Interior de la Antigua Pastería del Pozo. Fotografía: Cedida. Interior de la Antigua Pastería del Pozo. Fotografía: Cedida.

"Durante la Guerra Civil, las mujeres y los niños bajaban al horno donde había una cueva con nichos para esconderse", aseguran. "Afortunadamente, nunca pasó nada, pero en la calle de enfrente cayó una bomba", recalcan en su página web.

Muy cerca de esta pastelería se encuentra una de las más míticas: la Mallorquina. A mediados del siglo XIX ya existía en el local que ocupa hoy, propiedad de Antonio Garín. Balaguer, Coll y Ripoll adquirieron este espacio, que muy pronto se convirtió en un lugar elegante y refinado. El éxito de La Mallorquina llegó gracias a productos tradicionales de las islas Baleares, como las ensaimadas o la sobrasada, y a dulces como las napolitanas, las palmeras de chocolates o las trufas, entre otros.

Ortega y Gasset, Pío Baroja, Benito Pérez Galdós o Juan Ramón Jiménez han sido algunas de las personas que han estado en su característico salón del té degustando algunas de sus delicias. Un siglo después, este sitio se ha convertido en un punto de encuentro para los madrileños. La Mallorquina ha sido testigo de la transformación de Madrid en los últimos siglos. "Cuando los tranvías iban tirados por caballos, nuestro establecimiento ya estaba aquí", explica Ricardo Quiroga, el actual director, que señala que tras la Guerra Civil "vivieron un momento complicado por la dificultad para adquirir materias primas".

Esta pastelería, que con la llegada de la Navidad ofrece sopa de almendras, un postre único de la gastronomía madrileña, presume de ser la primera en elaborar un roscón de reyes en la capital. La Mallorquina, regentada en la actualidad por la tercera generación de las familias Quiroga y Gallo, apuesta por mantener la tradición pastelera e innovar, sin perder su seña de identidad. "Hay momentos bonitos, como el de una mujer con más de 90 años que vino hace poco desde Canarias porque no quería morirse sin volver a nuestra pastelería", recuerda Quiroga.

Fachada de La Malloquina. Fotografía. Cedida. Fachada de La Malloquina. Fotografía. Cedida. Fachada de La Malloquina. Fotografía. Cedida.

Este local, uno de los más emblemáticos de la Puerta del Sol, no es el único que ha visto la evolución de la ciudad de Madrid en los últimos años. Muy cerca, a unos escasos cinco minutos andando, se encuentra el convento de las Carboneras del Corpus Christi. En la conocida calle del Codo hay una puerta de madera que muchas veces pasa desapercibida, junto a un telefonillo capaz de trasladar a los madrileños al pasado. Una vez atravesado el pequeño patio interior se encuentra una ventanilla con un torno de madera. Tras este artefacto se esconde una monja que vende algunos de los dulces caseros que preparan en el convento: pastas de té y almendras, mantecados de yema y de Jerez y nevaditos, entre otros. Un lugar que resiste al paso del tiempo y que nos permite disfrutar de la gran riqueza de sabores de la repostería madrileña.

"Madrid es la improvisación y la tenacidad", decía el escritor y periodista, Ramón Gómez de la Serna. Una improvisación que, en muchas ocasiones, ha permitido a los madrileños descubrir nuevos sabores y degustar la tradición en lugares emblemáticos como Casa Mira, El Riojano, la Antigua Pastelería del Pozo, La Duquesita o La Mallorquina, que más de un siglo después son ya una parte intrínseca de la ciudad.



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