Firmar en la Feria del Libro bajo el 'efecto Hormiguero'

Firmar en la Feria del Libro bajo el 'efecto Hormiguero'

No hay un acontecimiento en el mundo como la Feria del Libro de Madrid. Y claro que existen citas literarias de mayor importancia (Frankfurt) y de mayor afluencia (la de Guadalajara, en México), pero la iniciativa capitalina se distingue por el contexto estimulante -lúdico- del Retiro y por la promiscuidad de los autores y de los lectores en el fabuloso itinerario de las casetas.

Me ha correspondido este año ocupar la número 250. Que le ha tocado en suerte a Espasa -el orden de las casetas se sortea- y que es la editorial de mi último ensayo (Tenemos que hablar), así como el punto de encuentro con los partidarios (o detractores) involucrados en la kermesse.

Arriesgamos los autores en esta clase de exposiciones. Porque nos producen cierta envidia las colas multitudinarias -María Dueñas, Megan Maxwell, Pérez Reverte…- y porque el trance de la firma puede resentirse de cierta orfandad y desamparo. La caseta es como un chiquero indefenso. Se siente uno observado y desarmado, aunque debo agradecer a El hormiguero un aura de popularidad que me ha permitido resolver la experiencia con holgura y satisfacción. Y no es que se me amontonaran las masas, pero mantuve un flujo de lectores interesante. Estuve cosa de 75 minutos firmando ejemplares sin parar. Y demorando un poco las conversaciones para colaborar a las sensaciones de expectación.

Firmar en la Feria del libro significa conocer a tus propios lectores. Y que te conozcan a ti. Significa encontrarte con viejas amistades. Significa improvisar una cata sociológica. Y significa resolver algunas situaciones pintorescas. Por ejemplo, cuando quieren pagarte el libro a ti mismo con tarjeta. Cuando firmas con paciencia el ensayo de otro autor. O cuando el lector no ha leído el libro ni piensa leerlo, pero te pide un selfi porque sales en la tele.

Rubén Amón

Me doy por satisfecho con el balance de firmas. Y me alegra no haber tenido que recurrir al operativo logístico de otras ediciones: el gancho de las amistades, la campaña preventiva de Twitter, la cooperación de la familia en momentos críticos y hasta el uso de mi propio hijo como reclamo lastimero o como lazarillo, suscitando la conmiseración de los transeúntes.

Madrid se reinventa en primavera con la misma obstinación con la que se niega al invierno. Y en ese ritual de renacimiento, el Retiro abandona su naturaleza de parque para convertirse en una biblioteca sin tejado. En un Aleph de tinta y papel donde cabe toda la ciudad. La Feria del Libro de Madrid no es un evento cultural: es una ceremonia cívica, un pacto tácito entre lectores, autores, editores y curiosos para celebrar que aún hay palabras que no se disuelven en el scroll eterno de la pantalla.

Rubén Amón

La Feria es una alegoría de Madrid: ruidosa, diversa, generosa, imprevisible. Puede llover sin previo aviso o derretirte el asfalto bajo los pies, pero nunca falta el gesto amable del librero que te recomienda sin condescendencia. O el autor que escribe "gracias por leer" con una sinceridad que desarma. O el abuelo que compra el mismo libro que leyó de joven para regalárselo a su nieto como quien entrega una herencia.

La herencia de un apellido, el mío, Amón, que mi padre, Santiago, condujo a la reputación humanística y al recuerdo de sus alumnos. Uno de ellos se me acercó a la caseta 250. Y me contó que los estudiantes del colegio Modesto Lafuente se levantaron en armas cuando la dirección del centro decidió expulsarlo. Pintaron entre todos un gigantesco grafiti en el patio: "Amón, sí", podía leerse, como si fuera el eslogan de un referéndum en tiempos de Franco.



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