Una placa clandestina reconoce el verbo de María Moliner

Una placa clandestina reconoce el verbo de María Moliner

Mi colega María José Solano ha emprendido una iniciativa popular y unilateral para colocar una placa conmemorativa en la calle y número donde vivió María Moliner. Se supone que la Junta municipal de Tetuán había formalizado el reconocimiento, pero la desidia o la injerencia burocrática han demorado el homenaje y precipitado la movilización de la grey molinera.

Es precisamente así como una placa extraoficial honra como se merece el 125 aniversario del nacimiento de la lingüista, no ya sufragando la devoción de sus partidarios, sino demostrando que el fervor de los vecinos hacia sus mitos sobrepasa el método conmemorativo del oficialismo. Quiero decir que estamos rodeados de calles y de monumentos que nos resultan por completo ajenos. Y que revisten mayor interés y originalidad los espacios “paganos” que los vecinos levantan a sus personajes queridos, como hacen los napolitanos con Maradona en cualquier esquina de Parténope. O como ocurre en Roma con el entrañable Pasquino.

Hay que aplaudir la reivindicación de Solano y sus secuaces porque la placa clandestina identifica alegóricamente la propia ejecutoria de Moliner. No se la reconoció nunca desde la oficialidad, pero se la canoniza desde las costumbres. Es más, el emplazamiento de la inscripción conmemorativa en la calle Quijote redunda en la naturaleza quijotes de la lingüista y lexicógrafa ilustrada. Nadie reclamaba en Madrid una calle para Margaret Thatcher. Y la tiene. Y nadie mejor que Moliner para merecerla. Y no la tiene, pese al marasmo del callejero y los méritos acreditados.

Por esa razón cabe preguntarse si María Moliner permanece como una criatura subestimada en el horizonte de la cultura española. Nacida en 1900, fue la mujer que se atrevió a ponerle un orden al caos exuberante del idioma. Asistida por la voluntad, pasión y un rigor casi monacal, levantó uno de los mayores monumentos a la lengua española: El Diccionario de Uso del Español, una obra que la sitúa en una estampa de belleza rigurosa y útil, y que, curiosamente, aún no ha alcanzado la cima olímpica.

Placa en recuerdo de María Moliner en Madrid. (Rubén Amón)Placa en recuerdo de María Moliner en Madrid. (Rubén Amón) Placa en recuerdo de María Moliner en Madrid. (Rubén Amón)

La placa alternativa de la calle Quijote suplanta los recelos del oficialismo y redunda en la rareza póstuma de su heterogeneidad biográfica. Mujer, brillante y alejada de la academia oficial, se convirtió en el faro de quienes buscaban un diccionario más cercano, vivo, contemporáneo. Su obra, escrita sin el respaldo institucional, es una de esas anomalías que se consagran en la normalidad. Mientras los académicos de la Real Academia Española se sumían en la solemnidad de la historia gramatical, Moliner decidía que el idioma debía hablar a su tiempo, y no al tiempo de los viejos moldes. Lo mismo que sucede con su placa, o sea.

Era una mujer de mirada clarividente, que se dedicó con devoción a catalogar los matices del español cotidiano, desde la jerga popular hasta la erudición. A través de su diccionario, la lengua se humaniza: las palabras escapan de la abstracción y se transforman en reflejos de vitalidad, dotadas de actividad orgánica. Más que una simple compiladora de definiciones, Moliner fue una exégeta del habla española, una psicóloga de los giros y pliegues del lenguaje que nos une y separa.

No se trataba solo de compilar las palabras, sino de buscarles el sentido auténtico, de extraerle la esencia, de revelar lo que cada vocablo había vivido en las calles, en los cafés, en los teatros y en las disputas de la vida cotidiana. ¿Quién más que una mujer apartada de los grandes círculos académicos para comprender que el lenguaje no es una abstracción, sino una casa construida por todos? La placa de la calle Quijote lo explica todo.

Rubén Amón

Lo paradójico es que Moliner, siendo una mujer que luchó contra todas las adversidades del siglo XX –incluida la falta de reconocimiento por parte de los círculos académicos dominados por hombres–, logró una obra tan esencial que sigue siendo el manual de consulta preferido por los amantes del idioma. En la quietud de su trabajo, sin grandes alardes, escribió un testamento para la posteridad, un testamento que resistió la erosión del tiempo y las modas lingüísticas.

El diccionario se imanta como una brújula para aquellos que buscan entender el alcance de las palabras, más allá de la simple definición, buscando siempre el matiz, el eco, el uso real de cada término. Su legado, entonces, no aloja un inventario definiciones; es una obra sobre la memoria de un idioma, que habla tanto de nosotros como de lo que aún nos falta por decir.

Y puestos a faltarnos, nos faltaba también que la calle donde se alojaba su “laboratorio” exudara y expusiera una placa en su homenaje. Ya veremos si las autoridades municipales autorizan la transgresión. O si se movilizan para retirar la placa en nombre de la burocracia que tanto maltrató a Moliner.

Hagamos una foto por si acaso. Y acudamos a rendir honores. La placa en cuestión elude el almíbar grandilocuente. Y se la atribuye con modestia un hito extraordinario: Autora de un diccionario.



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