Una orquesta con mucho pasado… y mucho futuro

Una orquesta con mucho pasado… y mucho futuro

Tiene sentido repasar la plantilla de la Orquesta Sinfónica de Madrid por la pluralidad de nacionalidades y procedencias que la identifican. Polacos y franceses, rusos y chinos, japoneses y moldavos, rumanos y venezolanos. Una veintena de pasaportes circulan entre los atriles, redundando en un espíritu cosmopolita que refleja la idea de la globalización y que responde igualmente a la idiosincrasia de una ciudad abierta y mestiza.

Hay razones en la capital para sentirse orgullosos de la orquesta. Cumplió 120 años de historia el pasado año. Funciona con un meritorio régimen de estructura privada. Y conserva un estatus de calidad y de profesionalidad que bien conocen cotidianamente los espectadores del Teatro Real.

Resulta que la OSM ocupa el foso del coliseo madrileño durante la temporada operística. Viene haciéndolo desde la reinauguración de 1997. Y ha explorado todos los límites del repertorio -del barroco a la vanguardia- bajo la tutela de los maestros de referencia, incluidos García Navarro, López Cobos, Nicola Luisotti, Ivor Bolton y, últimamente, Gustavo Gimeno.

Ha sido elegido como director musical del Real a partir el próximo septiembre. Y ha demostrado una identificación artística que puede cotejarse estos días en las funciones de Eugenio Onegin.

Rubén Amón

De hecho, la música de Tchaikovsky también ha sido el argumento del concierto que la Sinfónica de Madrid ofreció esta semana en el Auditorio Nacional con el pretexto de un homenaje a Ramón y Cajal, y como la prueba de una actividad febril que no descuida la calidad ni la competencia.

Pudimos escuchar una versión imponente y académica de la Quinta sinfonía. Escrupulosa y opulenta, pero sin necesidad de retórica y empalago. El gesto de Gimeno es claro y elegante, cuando no clarividente. Y la OSM se demuestra tan convincente en la respuesta del grupo como en la cualificación de los solistas, desde las trompas hasta la arpista.

Cuestión de versatilidad, de mezcolanza generacional y de entrenamiento, más todavía cuando la estructura de autogestión sin ayudas públicas ni grandes patrocinios la mantiene en unos niveles de profesionalismo estricto.

No es sencillo mantener el tipo en un hábitat hostil. Proliferan las orquestas públicas en la capital -la Nacional, la de la RTVE, la de la Comunidad de Madrid-, han aparecido otras privadas menos cualificadas, pero bastante baratas y recalan con asiduidad en la capital las grandes formaciones internacionales, pero la OSM se distingue por su capacidad de adaptación.

Rubén Amón

Lo demuestra su más que centenaria longevidad. Y lo prueba su instinto de supervivencia en periodos críticos. Tanto la Guerra Civil como la posguerra estuvieron a punto de liquidarla. Y la fuga de músicos a las orquestas que surgieron en el franquismo llegó al límite de diezmarla.

Nada que ver con las dimensiones hiperbólicas de la plantilla contemporánea, ni con el impacto que provocó la OSM en la vida musical española cuando el maestro Fernández Arbós la puso en órbita durante el primer tercio del siglo XX. No ya organizando giras, conciertos de abono y estrenos mundiales de Falla (Noches en los jardines de España) y de Prokofiev (Segundo concierto para violín), sino consiguiendo que vinieran a dirigirla las glorias planetarias de Richard Strauss e Igor Stravinsky.

La impronta es una de sus garantías de porvenir. Más tiempo pasa, más años tiene por delante la Sinfónica de Madrid para consolidarse entre las referencias de una ciudad inquieta, promiscua y musical.



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