Días después de que el barro lo cubriera todo, Rocío Huet observaba la fachada de su teatro. El enorme vinilo que anunciaba la programación de la temporada había quedado en parte obsoleto tras la catástrofe y la cadena de cancelaciones. Pero no era eso lo que contrariaba a la directora del centro, sino la accidental y macabra sincronía entre el título de uno de los estrenos y la tragedia recién acontecida. 'El agua de Valencia' se podía leer en la llamativa cartelería; una broma tan pesada como las botas o los ánimos que regresaban cada tarde desde el otro lado del puente.
Porque eso era lo que Huet se encontraba si bajaba la vista de su edificio: todo un campamento organizado en la plaza que se abre a los pies de edificio. Decenas de personas salpicadas de fango ocupando la explanada. Cargando bolsas de alimentos, apurando un bocadillo, recibiendo un masaje o arreglando una averiada bicicleta. El agua de Valencia era la causante de aquel enjambre tan voluntarioso como aturdido, que iba y venía del paisaje desolado de la Horta Sud.
"No sabíamos qué hacer, si era mejor quitar aquel vinilo. Alguno de repente reparaba en el título y hacía una foto", recuerda Huet. Tampoco había nada que anunciar en medio de toda aquella conmoción: el estreno de aquella obra, como la de toda la actividad de la ciudad, se había suspendido con el decreto de luto.
El espectáculo era una de las grandes apuestas de la temporada para Rambleta, el espacio cultural que se levanta en el sur de la ciudad, emblema contemporáneo del barrio de San Marcelino. El mismo centro coproducía la pieza junto a la compañía Yapadú, cuyo equipo había vivido una noche terror el día en que se desbocaron los ríos. "Cuando hablé con ellos me contaron que el desbordamiento les pilló en la nave- situada en un polígono de Riba-roja- y pasaron la noche en el altillo, viendo cómo el agua se llevaba todo su material técnico. Se llegó a plantear no reubicar la obra, no hacerla en ninguna fecha", rememora Huet.
Aquellos días pocas cosas en Valencia recordaban a lo que habían sido antes del 29 de octubre. La catástrofe urgió a la ciudad a transformarse para atender la llamada de las localidades arrasadas: los pabellones acogían a refugiados, los estadios almacenaban alimentos y espacios más discretos como las fallas o los comercios de barrio devenían en pequeños nodos logísticos que aglutinaban las donaciones de los vecinos.
La ubicación de Rambleta le otorgó un papel protagonista en la gran escenificación del voluntariado. Vivió todas las fases de aquella ola solidaria. Primero, el nacimiento espontáneo y caótico. "El día 30 no se abrió el centro por la alerta roja. El 31 vinimos los que pudimos, porque parte del equipo vive en zonas afectadas y estaba incomunicado. El Bulevar Sur –la gran avenida que pasa frente a Rambleta– estaba colapsado en medio de una locura de sirenas. La plaza se estaba llenando de gente que iba a limpiar a las zonas afectadas. Al parecer, un grupo de Telegram que reunía a miles de voluntarios los estaba convocando. Desde aquí hay unos 3 o 4 kilómetros andando, somos el primer paso natural. Luego los vimos volver reventados, llenos de barro", relata la responsable de Rambleta.
Con el luto oficial establecido, el centro iba a cerrar sus puertas el jueves 31 hasta el siguiente lunes. Pero a la mañana del viernes, festivo del primero de noviembre, la directora escribió un mensaje en el grupo de WhatsApp del equipo: "Me voy a abrir", decía. "Acudió todo el personal, hubo una implicación bestial. Rambleta no podía estar cerrada en un momento así", revive Huet.
El centro Rambleta como campamento base
En un primer momento, el edificio sirvió para dar soporte a los voluntarios de paso: abrieron los baños, las duchas de los camerinos, espacio para descansar y cargar el móvil. Durante las siguientes 48 horas, el centro y sus aledaños acabaron luciendo el aspecto de un enorme campamento base. Cualquiera que marchaba hacia el sur con ánimo de ayudar era dirigido a aquella especie de aduana burbujeante, en la que las sirenas nunca cesaban y sobresalía la gran 'R' frontal del teatro.
Mientras llegaban suministros que se almacenaban en la entrada del teatro, fuera se empezaba a articular a la multitud. "Les prestamos micros y mesas a las organizadoras de todo aquello, que eran cuatro mujeres. Ellas iban distribuyendo a los voluntarios, informaban dónde se necesitaba a cada grupo", describe Huet.
Llegaban bicis que cargaban víveres para llegar a los pueblos damnificados y al poco surgían talleres para las que regresaban maltrechas de la travesía. Aparecieron camillas de fisioterapeutas que trataban las dolencias de los voluntarios. Se organizaba una red de alojamiento para quienes llegaban a la ciudad a ayudar. "Nos plantearon organizar una especie de escuela de verano para los niños que se habían quedado sin colegio en los pueblos arrasados. Por los problemas de transporte no pudieron venir desde muchos sitios, pero solo de zonas cercanas llegamos a reunir a unos 100 niños", explica la gestora sobre otra de las iniciativas, DANA Kids, que tuvo lugar en el centro cultural.
En esa segunda fase de la ayuda, Rambleta cedió un espacio más: la cocina de su restaurante, donde llegaron a reunirse 30 cocineros que preparaban comida caliente para llevarla a los pueblos desabastecidos. "En total fueron 12 días en los que fuimos un centro de voluntariado", concreta Huet.
Con el paso de los días, sin embargo, se evidenció una cuestión que muchos voluntarios arrastraban como el barro: cómo mantener la ayuda y recuperar, al mismo tiempo, la vida previa a la catástrofe. Hasta cuándo duraría el estado de excepción, se preguntaban en Rambleta: "Habíamos cancelado programación durante dos semanas, no podíamos seguir así, ni por nosotros ni por las compañías o músicos. Había que volver a nuestra actividad".
Con la apertura de vías a vehículos hasta las localidades dañadas, se organizó la transición. Los centros logísticos se trasladarían a lugares como Ikea, en Alfafar, en plena zona cero. Rambleta anunció que el 11 de noviembre dejaría de funcionar como referencia para el voluntariado. Poco a poco desapareció el gentío habitual, calzado con botas de agua y pala al hombro, de esa plaza que funciona como puerta de entrada a la frontera de San Marcelino.
Cuando todos se fueron, el cartel de la obra El agua de Valencia seguía allí. Se habían truncado sus cuatro semanas de funciones, pero los productores decidieron levantar el telón. "La escenografía se salvó del desastre porque estaba aquí ya el día de la inundación. Decidimos darle la vuelta a lo que nos había ocurrido: estrenar implica decir que la vida sigue", explica Huet. La obra, una comedia que cuenta las andanzas de Lope de Vega en Valencia, tuvo su primera función el 23 de noviembre ante un público entregado que fue en aumento en las siguientes sesiones, apunta la responsable de Rambleta.
Desde esta semana, quien pasa por delante del centro ya no fija su mirada en la dolorosa alegoría de ese título, sino en el mural que empezaba a vislumbrarse en otra de las caras del edificio. Se trata del dibujo de una voluntaria, obra de Paco Roca y Martín Forés, ambos vinculados al barrio de San Marcelino. En este diario, Roca deslizaba hace unas semanas el deseo de que perdurara en el imaginario colectivo esa imagen del voluntario como icono.
"Fue la asociación de vecinos del barrio quien nos lo propuso. Qué lugar mejor que este para mostrar lo que ocurrió. El mural estará en la fachada sur, justo en el camino por el que los voluntarios iban cada día hacia los pueblos afectados", expresa Huet, la mujer en cuyo teatro se representó el reverso de la tragedia, su cara más esperanzadora.
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