La Cibeles contra Neptuno: el otro derbi

La Cibeles contra Neptuno: el otro derbi

Entiendo al alcalde Almeida. Y a la resistencia que opuso para ajustarse la camiseta del Real Madrid. Cumplió sus obligaciones protocolarias e institucionales recibiendo a los campeones de liga, pero no quiso vestirse de blanco ni someterse al clamor de la muchedumbre.

Hubiera preferido renunciar a la alcaldía que ajustarse la indumentaria merengue. El despacho de Almeida se asoma a la Cibeles, cuya simbología en las celebraciones del Madrid traslada la rivalidad deportiva a los iconos urbanos de la ciudad en apenas unos metros de distancia.

La mitología atlética se arraiga en la devoción a Neptuno. No tanto por una transgresión pagana como porque la plaza que la capital española consagra al dios romano de los mares se erige a unos metros de la Cibeles, deidad fronteriza del madridismo, y permite redundar en la rivalidad con la hinchada merengue en la dialéctica de las celebraciones.

Albert Ortega

Cualquier otra divinidad hubiera valido para retratar las manifestaciones, pero ocurre que Neptuno funciona como instrumento de idiosincrasia. La propia inestabilidad del dios caracteriza la personalidad rojiblanca, capaz de exteriorizarse, igual que Neptuno, en las tormentas y en las tempestades, como de procurarse un oleaje pacífico y tranquilo.

Fue concebida la plaza a iniciativa de Carlos III en una estética neoclásica e inaugurada de 1786, por completo ajena a su papel instrumental. Empezando por la Guerra Civil, cuando el tridente de Neptuno no era tanto un icono del poder como una metáfora del hambre: "Dadme de comer o quitadme el tenedor", podía leerse en un cartel que los madrileños colocaron durante el conflicto a propósito de la inanición.

No había previsto esta dimensión simbólica Ventura Rodríguez cuando diseñó la escultura. Ni podía imaginar mucho menos que la plaza de Neptuno concitaría las celebraciones de los hinchas atléticos. Y no "de toda la vida", como podría suponerse en este furor de la contemporaneidad y de la actualidad que sepulta la memoria, sino específicamente desde 1991, cuando el conjunto rojiblanco conquistó la Copa del Rey a expensas del Mallorca (1-0). Un año después, la victoria en la misma competición ante el Madrid de la quinta del Buitre consolidó la costumbre.

La fuente de Neptuno, donde el Atlético celebra sus títulos. (EFE)La fuente de Neptuno, donde el Atlético celebra sus títulos. (EFE) La fuente de Neptuno, donde el Atlético celebra sus títulos. (EFE)

Tiene interés citar a Butragueño porque sus goles ante Dinamarca en el Mundial de México (1986) dieron origen a una movilización ciudadana que se arremolinó en la plaza de la Cibeles. No era entonces la fuente un símbolo madridista, pero empezó a desempeñar un papel escénico a partir de entonces, de tal manera que la oposición de Neptuno funcionaba como antítesis colchonera y como lugar sagrado para las celebraciones. Más aún cuando se produjo el acontecimiento del doblete: nunca como entonces los hinchas rojiblancos habían cercado al dios de los mares. Incluido un obsceno baño del presidente Gil. Obsceno y blasfemo, pues resulta que el alcalde de Marbella no profesaba la menor fe a Neptuno. Él era una criatura saturnal. Era él un epígono y una caricatura de Saturno, por la voracidad, por la endogamia, por la bulimia con que quiso despachar a su propia criatura. Jesús Gil se propuso devorar al Atlético de Madrid. Y estuvo muy cerca de conseguirlo. Mucho.

Solo a unos metros de Neptuno, la popularidad de la Cibeles en el centro de Madrid no contradice el "anonimato" de los leones que custodian a la diosa. Y tienen nombre. También lo tienen los leones que custodian el Congreso -Daoiz y Velarde-, pero resulta más sofisticada la denominación de Atalanta e Hipómenes. Eran humanos antes de convertirse en felinos.

Los castigó la propia Cibeles a la metamorfosis por la profanación de haber copulado en su templo. Y transcurrieron sus vidas resignados a tirar del carro, tal como refleja la escultura que comunica el paseo de Recoletos y el paseo del Prado. Y que el madridismo ha convertido en el rugido recurrente de las victorias que tanto abruman al alcalde.



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