¡Cuánta emoción! No te fíes de los hombres sabios


         ¡Cuánta emoción! No te fíes de los hombres sabios

Uno nunca es víctima del tiempo que le ha tocado vivir, sino verdugo. Este tiempo lo construimos entre todos y, aunque unos son más verdugos que otros, entre...

Uno nunca es víctima del tiempo que le ha tocado vivir, sino verdugo. Este tiempo lo construimos entre todos y, aunque unos son más verdugos que otros, entre todos contribuimos por acción o por omisión a su singularidad. Solo hay victimarios en el caos que se va construyendo día a día, amigos, amigas. Como verdugo que soy, vengo a colaborar en la difusión del coaching que nos rodea. Todo es coaching a nuestro alrededor: gente aconsejando a otra gente sobre cómo vivir. Las redes sociales nos cuentan los cuatro pasos esenciales para vender mejor nuestro coche de segunda mano, para trepar pronto en la oficina siniestra, para ligar con la más guapa en Tinder o en Instagram, para dejar de ser infeliz ante el televisor y comer menos hidratos de carbono o solo en días alternos. Y en todos los vídeos aparece una palabra recurrente: emoción. La emoción es nuestro fatal enemigo interior, está al acecho para burlarse de nuestro cerebro y hacerlo fracasar en cualquier propósito benéfico.

El dominio de las emociones se ha convertido en el gran negocio de los vendedores de humo del siglo XXI. Corre por internet el vídeo de Noam Chomsky, el célebre libertario y lingüista norteamericano, y Michel Foucault, el pensador francés, debatiendo sobre casi todo en Estocolmo en el año 1971. El debate es impresionante, y no hablo de su contenido, sino de su continente. Asombra la fotogenia de los contendientes y que cada uno se exprese en su lengua sin traductor de por medio. El público de suecos circunspectos colabora en la atractiva estética general; pero uno puede sospechar que, en cuanto terminó el debate, esos espectadores atentos transformaron sus rostros bien perfilados en muecas feas para discutir en casa con sus parejas, como en una película de Bergman.

Y, así como las apariencias no siempre reflejan la realidad, las palabras tampoco son fiables; tienen su trasfondo. Es crucial indagar en los sentimientos que las inspiran. Quiero decir que no son, en puridad, un mero producto de la razón, sino casi siempre el disfraz de emociones perdurables. Noam Chomsky ha reconocido en varias ocasiones que su ideología sigue siendo la misma que adoptó a los 11 años, cuando quedó impactado por el desastre de la guerra civil española a través de la tristeza de sus padres, allá, en la lejana Pensilvania. A partir de una experiencia emotiva de su adolescencia temprana, construyó el entramado verbal que configura su pensamiento adulto. Primero, hubo un impacto afectivo, y luego vino la construcción racional para dar sentido a una vida política marcada por un evento muy concreto, puntual.

La emoción es nuestro fatal enemigo interior, está al acecho para burlarse de nuestro cerebro y hacerlo fracasar en cualquier propósito benéfico

Sospecho que la mayoría de los pensadores, por sesudos que parezcan, elaboran sus doctrinas desde el mismo punto de partida. Un bofetón de un sacerdote en la niñez puede inspirar un ensayo contra la iglesia católica; la prohibición de hablar euskera en la escuela puede llevarte a una tesis doctoral sobre los vascones en su lucha contra los romanos; presenciar en Belfast un disparo a quemarropa de un soldado británico puede desencadenar la elaboración de un tratado sobre el colonialismo del imperio británico.

Tendemos a pensar que la emoción nos determina y obliga solo en el fútbol, de manera que hay muchos sufridores del Atleti porque, un mal día, su padrino les regaló una camiseta rojiblanca, pero su impacto se extiende a todo. Muchos de nuestros más conspicuos pensadores se consideran hombres racionales, pero son también y, sobre todo, hombres dominados por la emoción. Su razonamiento se construye a partir de un evento afectivo y, sin ese evento originario que perturbó algún tipo de inocencia, no se habría levantado todo el edificio posterior. Que nadie os engañe ni con su fotogenia ni con sus palabras. El escritor Hans Christian Andersen, el genio de El traje nuevo del emperador o El patito feo, era un defensor acérrimo de España. ¿Por qué? Durante su infancia un soldado español destinado en Dinamarca lo tomó en brazos y le hizo una carantoña. Aquello generó en su vida adulta una opinión favorable sobre los españoles. Si el soldado le hubiera dado un coscorrón, ¿qué habría pasado? Sin la emoción, el sabio Menéndez Pidal no habría escrito sus exageraciones (o falacias) sobre el Cid Campeador, ni Rodríguez Zapatero —recordemos a su abuelo fusilado— se habría afiliado al Partido Socialista, ni —salvando las distancias— yo habría escrito este artículo. "Deberías poner por escrito tus opiniones", me dijo la profesora de Filosofía en segundo de bachillerato. Aquella sugerencia dejó en mí una impresión de autoestima duradera y ahora el lector lo padece. Espero que, con el tiempo, nadie publique un sesudo ensayo teórico sobre la pertinenc... {getToc} $title={Tabla de Contenidos}

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