Hay algo en cómo Luis Arévalo gira sus manos que le hace diferente. En sus suaves movimientos de muñeca, mientras da forma al arroz, no es difícil imaginar algo de la elegancia y delicadeza de su cocina. "No me gusta apretarlo demasiado", confiesa el cocinero peruano cuando se le pregunta por la técnica que emplea. "Intento que cuando te metas el nigiri en la boca se te deshaga. Por eso no recomiendo usar palillos, siempre busco que se coja con las manos". El arroz que usa es italiano, lo cuece 35 minutos y le da cuatro lavadas, dejándolo reposar cada vez 10 minutos.
Arévalo es una institución si hablamos de gastronomía nikkei, la feliz conjunción entre las ideas culinarias de Perú y Japón. Su desembarco hace dos décadas en nuestra geografía hizo que una parte del recetario más inquieto e innovador se transformara por completo. Hoy, con la perspectiva que da el tiempo, si uno se sienta a probar su carta, encontrará platos redondos, sabrosos y equilibrados. Con una apuesta por los fondos y las relaciones más allá de Japón, donde elaboraciones que miran a México o Tailandia se integran sin estridencias en su visión ampliada de lo que es la cocina nikkei.
La excusa para visitarle y hablar con él es la apertura de Akiro, una barra enfocada en rollitos de algas y nigiris en Hermosilla. Algo fácil, funcional y bien trabajado. "Tenemos el mejor atún y hemos conseguido, con una máquina que hemos traído de Japón, que el alga nori se mantenga crujiente todo el tiempo", apunta.
Sin embargo, la cita es en Gaman, la casa madre, situada en Ferrer del Río, en Guindalera. La idea es probar su menú degustación (75 euros y 16 pases entre nigiris y otras combinaciones), al que hacía tiempo que no le metíamos mano, y charlar sobre su carrera. Con él viajamos en el tiempo hasta cómo era el Madrid en el que empezó. "Al final los cocineros solo somos contadores de historias", dice en un momento de la cena. "Lo que más me fascina y me gusta de esta profesión es encontrarme con gente que también tiene mucho que contar".
Nikkei 225
El primer restaurante en el que todo dio un giro fue en el legendario Nikkei 225. "Tenía muy claro que no quería que fuera el típico sitio para comer un sashimi de atún. Yo venía de llevar la mejor barra de sushi de Santiago de Chile, de trabajar cuatro años en Kabuki y de montar locales de éxito como el 19 Sushi Bar, el 99 Sushi Bar de Ponzano y el 99 Sushi Bar de Hermosilla. Quería mirar a mis raíces y jugar con todo ello", señala de ese primer espacio, abierto en 2010, y que rápidamente le situó como una de las grandes revelaciones de la escena madrileña.
En esos años, el nombre de Arévalo se codea con el de Dabiz Muñoz y Estanis Carenzo en un reportaje que realizó el New York Times, dedicado a las nuevas caras que estaban moviendo la gastronomía madrileña. En Nikkei 225 reinterpreta por primera vez los tiraditos, los ceviches y los nigiris, por ejemplo. Platos emblemáticos de aquella etapa son la costilla a baja temperatura glaseada en una reducción de chicha morada, el bacalao con ají amarillo o su versión del sudado (una caldereta de estilo peruano), que aquí empleaba un lomito de salmonete, primero hecho a la plancha y posteriormente al horno, acompañado de una reducción de pescados y mariscos.
"Que abriera Astrid & Gastón [el restaurante de Gastón Acurio y Astrid Gutsche en Madrid] propició que los proveedores tuvieran mucho más género. Si antes traían veinte kilos de ají amarillo, ahora traían cien o más. También hizo que a las afueras de Madrid, en Illescas y Chinchón, se empezaran a sembrar variedades de ají, chincho o huacatay", comenta.
Kena
A Nikkei 225 le sigue Kena, primero en el local donde está ahora Gaman, de unos 90 metros cuadrados, y luego en un espacio de casi 400 metros. Enseguida le empezaron a llover ofertas para gestionar otros sitios. Un restaurante en Saint Tropez (el mítico Papagayo), otro en Estambul y, por qué no, uno más en las Antillas francesas, en la isla de San Bartolomé. "Aquello fue increíble. Era un cocinero de éxito. Todo iba de maravilla, todos los restaurantes funcionaban felizmente. Era capaz de gestionar a grandes plantillas y nada fallaba", recuerda de esos tiempos, donde además se compró un deportivo.
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"Pero el restaurante de Madrid empezó a ir peor. Yo estaba mucho tiempo de viaje y no me daba cuenta. Hasta que un día vimos que aquello era insostenible", detalla sobre el cierre de su segundo establecimiento, en 2018. En Kena se harán conocidos sus nigiris de pez mantequilla con adobo de anticucho, el chupe de gamba roja, el sashimi de carabinero con salsa parihuela, el anticucho de molleja con crema de choclo o la gyoza de rabo de toro estofada.
Gaman
Tocaba reinventarse. Y lo hace como mejor sabe, volviendo a los orígenes, a un lugar de reducidas dimensiones, con él en el mostrador despachando nigiris y sushis, su hermano Guillermo atendiendo las mesas y un chico que le ayudaba a organizar un poco el cuarto caliente. Su primera barra se encontraba en la plaza de San Amaro, pero un par de años después se le plantea la opción de volver a la ubicación del primer Kena: "Me hizo gracia. ¿Por qué no? La gente ya conocía el sitio".
Ahora, con 54 años, una mirada más curtida y la piel más llena de tatuajes, Arévalo mide el tiempo de otra manera. También todo lo que le permite el recetario japo-peruano. "Creo que ahora tengo platos mucho más conseguidos. Mi carta es más consistente y mi cocina es más redonda, sin llegar a la perfección. Todo tiene un equilibro y un porqué en cada producto elegido", reflexiona, a la vez que conjuga indistintamente verbos como afinar, probar y jugar.
Detrás de la barra, mientras prepara un nigiri con anguila, señala algunos de los aderezos con los que suele combinar los platillos que van desfilando delante de nuestros ojos: "Esto es ají amarillo y wasabi; estos son unos encurtidos de zanahoria, nabo y cebolla blanca; estas son unas setas en escabeche; esto es el kizami wasabi, una especie de vinagreta de ramas, hojas y tallos de wasabi; ahí tienes una confitura de jengibre; eso es un chimichurri de apio, shiso y huacatay".
Y no ha terminado, en los botes que hay a su izquierda se puede encontrar crema de rocoto, aceite de cilantro, salsa chifa, aceite de ajípanca, salsa de escabeche, un alioli de aceitunas peruanas, salsa anticucho y mil y un condimentos más. "Cada nigiri, como has podido ver, tiene su propia historia, salsas, aliños y fondos", comenta.
La pareja que hay sentada a mi lado le mira con la boca abierta. Arévalo, tranquilo y sosegado, lo mismo relata la historia de cómo se creó su famoso nigiri de calamar y mantequilla, como está atento a una comanda donde falta ponzu. "No me aburro, aunque ahora me está dando por pensar en buscar otro local, algo más pequeño, donde esté yo solo", dice sonriente.
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