Cómo sobrevivir a la ola de calor… dignamente

Cómo sobrevivir a la ola de calor… dignamente

La ola de calor no llega a Madrid. Madrid es la ola de calor. Y no necesita el amparo del telediario ni la condescendencia del Ministerio de Transición Ecológica para autoproclamarse epicentro del infierno. Porque Madrid no sufre el verano: lo impone. Como una herejía. Como una penitencia. Como un trámite estético y apocalíptico para distinguir a los nativos de los conversos.

No hay sombra que consuele. Ni terraza que perdone. Ni ventilador que no se rinda. El verano madrileño no es una estación: es un dogma. Una liturgia solar. Una espiritualidad calcinada que convierte cada desplazamiento en un vía crucis, cada pestañeo en una evaporación, cada conversación en una sauna portátil.

La ciudad parece derretirse desde dentro. Se ablanda el asfalto, se rinden los toldos, se despegan las etiquetas de los buzones. Hasta los gatos callejeros abandonan el estoicismo y se dejan caer como trapos en las aceras, sin dignidad ni reservas. Los pájaros no cantan. Imploran. Y el cielo, lejos de ejercer una función celestial, actúa como un horno sin termostato.

Y, sin embargo, se sobrevive. No por resistencia, sino por tozudez. No por tecnología, sino por instinto cultural. Porque sobrevivir es una exhibición de orgullo térmico de acuerdo con la cual el cuerpo suda, la mente se rinde y la dignidad se conserva en las burbujas del tinto de verano.

Jose Luis Gallego

Madrid resiste también, aunque se derrita. Y encuentra sus oasis en los sitios más insospechados. Los museos, por ejemplo, ya no custodian el arte: lo refrigeran. Son catedrales del alivio, criptas sagradas donde Goya, Velázquez y El Bosco no solo evocan el tormento humano, sino que lo apaciguan con una brisa sutil, casi imperceptible, que asciende desde los suelos pulidos con la solemnidad de un incienso climatizado. El Prado es más útil que un ventilador. El Thyssen, más piadoso que una sombrilla.

Y los centros comerciales, que ofrecen aire acondicionado, música de ascensor y una promesa de civilización sueca entre estanterías de rebajas. Y los cines, que han dejado de ser espacios de evasión narrativa para convertirse en refrigeradores de sesión continua. No vamos a ver una película. Vamos a dejar de sudar. Y si hay una comedia francesa o un thriller coreano entre medias, bienvenidas sean la ficción y la tregua.

El Confidencial

Incluso el Metro, con sus túneles de hormigón y su brisa mineral, ha mutado en refugio. Bajo tierra se vive mejor. Se suda menos. Se piensa con claridad. Hay estaciones que recuerdan al frescor medieval de una cripta románica. No se baja para llegar. Se baja para quedarse. Para no subir. Para alargar indefinidamente el tránsito entre dos lugares, como si el trayecto fuera más piadoso que el destino. El vagón climatizado es la metáfora perfecta de una ciudad que se ha rendido a la técnica, pero que aún conserva una dignidad litúrgica. Se viaja no por necesidad, sino por clemencia térmica.

Las casas se repliegan. Se oscurecen. Se atrincheran. La persiana baja es un manifiesto. El ventilador de aspas, una reliquia. El aire acondicionado, una forma de misticismo doméstico. No se enciende. Se invoca. Y cuando funciona, se celebra como si la vida volviera a tener sentido. Aunque sea por minutos. Aunque sea solo en la habitación del fondo.

El madrileño no pregunta cuántos grados hay. Pregunta si se puede salir a la calle sin derretirse como una vela en misa. Y la respuesta, casi siempre, es no. Pero se sale igual. Por obstinación. Por necesidad. Por costumbre. Porque Madrid no se mide en temperatura. Se mide en voluntad.

Europa Press

Y mientras el sol amenaza con fundir las aceras, mientras los balcones se achicharran y el aire se vuelve un líquido espeso, los madrileños siguen respirando por la boca. Sudando por inercia. Creyendo —porque no queda otra— que todo esto tiene sentido.

En Madrid no hay playa, ya lo cantaban los Refrescos. Pero tampoco hay armisticio. No hay cortinas térmicas ni subsidios emocionales. Y quien se atreve a salir a la calle entre las doce y las siete de la tarde lo hace con el aplomo de un samurái o con la temeridad de un guiri.

El madrileño autóctono sabe que la ciudad se divide en franjas térmicas. Y que el auténtico horario solar empieza cuando cae el sol y termina cuando los aspersores del Retiro se apagan. Madrid se vive en la penumbra. Y se sufre en vertical. Porque el calor no solo sube. También oprime.



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