Comerse un cocido en la March no tiene color

Comerse un cocido en la March no tiene color

Puede resultar esnob la experiencia de comerse un cocido en el restaurante de la Fundación Juan March, pero conviene tomarse en serio la idoneidad de la iniciativa. Por la calidad. Por el precio (13 euros, sopa aparte). Y porque el alimento espiritual que propone el espacio cultural no contradice la ocasión de calmar el apetito en las dependencias del subsuelo.

Escasea la luz en el restaurante de la March, pero la decoración y la ambientación predisponen la calidez y hasta una cierta intimidad. Se pierde un poco la noción del tiempo. Y la atmósfera heterogénea difiere del ritmo trepidante de los restaurantes de menú del barrio de Salamanca. Llegarse a la March para comer un cocido -o una ensalada- establece un ánimo hedonista y cultureta, más todavía cuando el jardín de las esculturas, la biblioteca y la exposición de la zona noble recrean las condiciones de una experiencia sensorial. Tan sensorial que la Fundación propone hasta el mes de junio una exuberante propuesta sobre el color. Se trata de plantear su influencia en el arte y en la estética, pero desde su propia y radical emancipación. Toda la pintura expuesta alude a la abstracción, a la autonomía del color mismo. Empezando por un minúsculo cuadro de Malevich que define la experiencia y el viaje iniciático nuclearmente, como si pudiera contenerse en una sola gota de agua toda la plenitud del océano.

Ya nos advierten los propios comisarios de la exposición -Manuel Fontán del Junco, María Zozaya Álvarez- que el color no existe. Y no porque hayan creado un ejercicio de ilusionismo ni de especulaciones, sino porque el fenómeno cromático identifica una construcción sensorial, un artificio del sentido de la vista a partir de la longitud de onda y de las pigmentaciones originarias, o sea, la coreografía del amarillo, el verde y el rojo.

Rubén Amón

Alude la exposición a los presupuestos científicos que han permitido “decodificar” el color, pero la mejor manera de disfrutarla consiste en dejarse llevar por el ingenio de los artistas que experimentan con nuestra sensibilidad. Y que han abolido la figuración en beneficio del “arte por el arte”, incluidos los ejemplos más enjundiosos de Mondrian, Lucio Fontana o Yves Klein, alquimista francés de nuestra era, entre cuyos hallazgos formales e intuitivos destaca la invención de un azul con su propio apellido.

Tiene sentido la relación del color con la vanguardia, sobre todo desde la irrupción de la fotografía en la captación de la realidad. Y puede que la realidad tampoco exista, pero el color y su correlato matérico favorecieron la explosión cromática y toda su capacidad de seducción, no digamos cuando Jackson Pollock descolgó el lienzo blanco de la pared para “subirse” encima y fertilizar la pintura como si emprendiera un ritual arcaico, remoto.

Rubén Amón

Decía Chesterton que no existe en España un color más intenso que… el negro. Y no existe en Madrid un menú más castizo que el cocido. Tomárselo en la March apurando un buen caldo nos recuerda el valor de la sinestesia. Tan conectados están los sentidos entre sí que la experiencia de estimular la vista en las mejores condiciones favorece la apreciación del tacto, el oído, el olfato… y el gusto, sobre todo cuando la meteorología es hostil y cuando el restaurante de la Fundación se convierte en la mejor de las cavernas.



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