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Han desaparecido de la faz de Madrid algunas de sus galerías legendarias, incluidas la Juana de Aizpuru (2023) y la Marlborough (2024). Formaban parte del hábitat cultural, del patrimonio capitalino. Y se han incorporado a una lista de sacrificios que repercute en el panorama de muchas otras ciudades. Hicieron daño las secuelas de la pandemia. Se han transformado los usos comerciales y los hábitos lúdicos, aunque las clausuras también dependen de la relación personal de los galeristas y el “negocio”. Porque son espacios de autor, realidades vocacionales. Y puntos de encuentro que formalizan las relaciones de fidelidad con los artistas. La Marlborough fue la casa madre de Antonio López. García Rodero y García-Alix, igual que Jordi Colomer, encontraron en Juana de Aizpuru una referencia de mecenazgo.
Puede decirse lo mismo del vínculo histórico entre la galería Elvira González y Miquel Barceló. Lo demuestra la exposición recién inaugurada en Madrid y abierta hasta el 29 de marzo. Tiene sentido acercarse porque las salas concilian el pasado y el presente del maestro balear en el caudal del Mediterráneo. Hay cerámicas submarinas de los años noventa y lienzos que huelen a pintura fresca, como si Barceló hubiera dado la última pincelada hace unos minutos. Y como si pudiera sentirse el embrujo de la materia. La sal del mar, el espesor de la arena, el aroma de las flores.
Y el estupor de la tauromaquia, pues resulta que la exposición concebida en la “casa” de Elvira González reanuda su vínculo creativo y emocional con las plaza de toros y la exuberancia litúrgica. Le interesa a Barceló la noción expresionista de la corrida, pero también el contraste de la luz y la oscuridad, el desgarro de la sangre, el espasmo del sol, la quietud de José Tomás en un estatuario y la dinámica circular del acontecimiento.
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“Yo he pintado tauromaquias, he intentado pintar esas cosas: las huellas, lo que queda, los espacios, y pensaba en lo que se dice de la tauromaquia moderna, de Belmonte, que comenzó con las curvas. Es un poco el equivalente al cubismo en la pintura, o a la física de las curvas de Einstein; es el momento en que se completa una tauromaquia que podríamos llamar ‘románica’, lineal”, explica el maestro en un pasaje del catálogo.
Tiene sentido escrutarlo -el catálogo- porque contiene una conversación apasionada -apasionante- con Luis Francisco Esplá, no ya torero de connotaciones levantinas y de fertilidad creativa, sino además pintor de talento y artífice del contraste que existe entre la obra efímera -la faena- y la obra inmutable -el cuadro- una vez que termina colgada en una pared.
Y reflexiona Barceló al respecto. Y hablan sus cuadros de su energía interior, de su dimensión telúrica, de sus propiedades magmáticas, más o menos como si la pintura -la materia- se emancipara del artista…
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“Bueno, a veces son los cuadros los que fabrican las ideas. No al revés. Cada vez que he pintado partiendo de una idea, nunca ha funcionado. Funciona cuando las ideas son producidas por el cuadro. Asumiendo riesgos deliberadamente... Hay algo que se parece al impulso. Es el cuadro el que produce las ideas; nos damos cuenta más tarde, cuando surgen de él, o no. Te das cuenta cuando lo borras, o cuando lo destruyes, y eso sucede a menudo. ¡Entonces te das cuenta de que era extraordinario! Me ha pasado muchas veces estar demasiado cansado para destruir un cuadro, y al día siguiente darme cuenta de que ahí había una idea. A menudo, es el producto del material y de las leyes físicas. La gravedad, por ejemplo... La fenomenología de la pintura es muy material, como puede serlo el toro, ¿no?”, se pregunta Barceló en estado de trance.
Y responden por él sus tauromaquias, sus flores, sus cerámicas remotas, como si el mar les hubiera dado forma, como si Barceló las hubiera pescado a semejanza de un tesoro fenicio. Porque la galería Elvira González nos abre de par en par las puertas del Mediterráneo. Y vemos en su plenitud la coreografía del Eros y Tánatos. “Duerme, vuela, reposa, también se muere el mar”, escribe Lorca en el féretro de Sánchez Mejías.
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