Ha resultado tranquilizador que Isabel Díaz Ayuso rectificara la idea de desalojar al Rayo de su propia casa. La idea del destierro se justificaba en el deterioro de las instalaciones y en el interés urbanístico de los terrenos vallecanos, pero la indignación de los aficionados y el propio disparate de la evacuación han disuadido el desahucio en beneficio de un plan de rehabilitación que empezará a ejecutarse en 2025.
Hubiera sido un trauma malograr el centenario del club -se cumple este año- con la demolición del templo donde se aloja el equipo y donde se ha consolidado su fabulosa idiosincrasia. El Rayo sobrevive como equipo arrabalero. Conserva una hinchada curtida en la derrota y en el sufrimiento. Por eso el himno con atmósfera de gramófono que resuena en los descansos de los partidos se aferra a un espíritu compensatorio que le niega su propia historia: "El Rayo tiene temple de campeón. El triunfo de la mano nadie puede arrebatar, al Rayo Vallecano cuando sale a golear".
Nótense las propias aspiraciones de la letra. Que tenga temple de campeón no significa que lo sea. Y que gane cuando sale a golear no significa que salga a golear de manera recurrente. Porque de manera recurrente lo que hace es salir a defenderse en un hábitat hostil, tanto por la envergadura de los rivales como por los vaivenes de la propia trayectoria.
Es el Rayo un verdadero equipo proletario y de barrio. Y sus colores han dejado de convertirse en una emulación del River Plate para reconocerse como una expresión iconográfica del taxi: diagonal roja en fondo blanco.
Necesitó el conjunto vallecano 52 años para alcanzar la primera categoría, aunque desde entonces el equipo funcionó como un ascensor más o menos averiado. Nunca tuvo mejor clasificación que el octavo puesto en la liga (2013) ni mayor hito que unas semifinales en la Copa del Rey (1982).
Su presupuesto contemporáneo es unas 15 veces más bajo que el del Real Madrid y su estadio se erige en la actual calle Payaso Fofó, razón por la cual el futbolista y entrenador Onésimo relacionaba la personalidad de la institución con la personalidad de un clown más triste que alegre.
Sobrevive el club arraigado en su gente, en la decadencia de su gimnasio, en el muro de cemento que todavía deja ciego el fondo sur de la bombonera. Sostiene José Luis Garci que no se ha cerrado el estadio con un graderío porque esa pared vertical es una de las armas estratégicas del equipo. Desconcierta al rival. Invita a apoyarse en ella, como en el patio de un colegio. Incluso alienta una suerte de predisposición suicida, de tal forma que los adversarios, sin pretenderlo, terminan estrellándose con el muro.
Por qué es un disparate desterrar al Rayo de su estadio
Rubén Amón
Son los matices que retratan el derecho del Rayo a reivindicarse como el equipo de la supervivencia. De hecho, el Atlético de Madrid ejerció de hermano mayor cuando el club vallecano estuvo a punto de desaparecer en 1948. Lo convirtió en filial y lo financió con una sola condición: la camiseta blanca que los futbolistas llevaban puesta a imagen y semejanza del Real Madrid debía incorporar un "brochazo" de pintura roja.
El llamado “acuerdo de ayuda” mutua únicamente perduró una temporada, pero la indumentaria permaneció intacta. Más aún cuando una visita del River Plate al Santiago Bernabéu la temporada siguiente facilitó un hermanamiento con los vallecanos a propósito del vestuario común.
La idiosincrasia del Rayo recuerda la personalidad y la raigambre de los equipos argentinos periféricos. Una manera de vivir el fútbol familiar y popular
No era una mera cuestión simbólica. La idiosincrasia del Rayo recuerda la personalidad y la raigambre de los equipos argentinos periféricos. Una manera de vivir el fútbol familiar y popular, a unas paradas de metro del Bernabéu, pero muy lejos de los cuatro rascacielos que se adivinan desde el graderío vallecano, como si Madrid fuera otra ciudad y como si hubiera una distancia sociológica, psicológica, con el aislamiento de la M-30.
Vallecas es un barrio popular en que cohabitan los gatos y los chinos. Y donde la promiscuidad étnica y cultural se reconoce en la adhesión a un equipo de primera que juega en un estadio felizmente excepcional.
Es el coliseo de Madrid donde mejor se ve el fútbol y el centro de gravedad de un modo de vida. Los precios de los abonos se atienen al perfil de un barrio obrero. Y es verdad que al aforo, unos 14.000 espectadores, dista de los estándares de los clubes de la categoría, pero la grandeza del Rayo no se mide en términos cuantitativos, sino en los matices cualitativos de un equipo irresistible y genuino cuya última novedad consiste en haber fichado a James Rodríguez.
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