Raúl Cuesta de la Cruz, de 43 años, no recuerda un momento de su vida en que no haya dedicado sus días a freír patatas. "La primera vez que lo hice fue a los ocho años. Desde entonces, no he parado de hacerlo", recuerda. En estos comienzos, su padre era el que estaba a cargo la Fábrica de Patatas La Carmencita. Ahora, Cuesta de la Cruz intenta resistir a las grandes superficies y los comercios 24 horas que amenazan con extinguir las fábricas de toda la vida de patatas fritas. Son las mismas que llevan siglos alegrando la vida de los madrileños con sus bolsas crujientes perfectas para cualquier ocasión, las mismas que acompañan una tarde informal con amigos, las que no faltan en los armarios de quienes de cuando en cuando se pueden permitir un capricho.
Hace 60 años, los seis hermanos Cuesta de la Cruz dejaron Segovia y pusieron rumbo a la capital en busca de un mejor futuro. En ese momento, fundaron Patatas Fritas La Carmencita. Arrancaron con un pequeño local en el centro de Madrid, en la calle Joaquín María López. "Después, muchos de los hermanos abrieron sus propias tiendas, pero a mi padre siempre le gustó más la fábrica", recuerda Raúl.
Los tiempos han cambiado mucho, y los años en los que había que cargar y descargar a mano y hombro cientos de kilos de patatas para después soportar las temperaturas extremas al calor de la caldera para hacer las patatas han quedado atrás. "Ahora las hacemos todas en nuestra fábrica de Fuenlabrada y las distribuimos a las tiendas", dice Cuesta de la Cruz. Además, todo se hace a máquina, a diferencia de cuando él comenzó. "Tenía que ponerme delante de una sartén con una paleta que pesaba más de 15 kilos y en donde me tocaba sacar las patatas una a una", cuenta el maestro patatero.
Para este empresario, su secreto está en el corte de sus patatas, la temperatura del aceite y la buena calidad de su materia prima. "Esto es lo que las hace muy crujientes". Hablar con él durante unos minutos permite a cualquiera darse cuenta de que Cuesta de la Cruz lo sabe casi todo sobre el mundo de las patatas fritas, es un apasionado de su trabajo. "El corte, ejecutado con nuestra máquina precisión, realiza finísimas láminas de patata de un grosor máximo de un milímetro, medida esta que hace que la patata mantenga sus mejores propiedades en cuanto a sabor y textura en el proceso de fritura", explica.
Asumió el negocio de su padre porque no le gustaba estudiar y siempre le llamó mucho la atención el trabajo que este hacía. "Ahí empecé y me quedé. No sé si va a haber otra generación que me releve, porque cada día la cosa está más complicada", asegura. El problema para él es que la gente ya no valora la calidad. "Solo miran el precio", dice. "Cada campaña recorremos los campos de toda España para localizar y conseguir la mejor materia prima, las mejores patatas de cultivos españoles", explica.
El patatero ha tenido que ver cómo muchas fábricas como la suya han tenido que cerrar en los últimos años. "Las pocas que han abierto han cerrado. Este negocio implica dedicar tu vida a ello. Si no estás dispuesto a eso, no es rentable", asegura.
Las tiendas de ultramarinos como la de la familia de la Cruz usualmente están alejadas del centro y de los turistas. Son, por tanto, uno de esos secretos que guardan los clientes de los barrios periféricos. Muchos de estos establecimientos surgieron en los años 60 y 70 de jóvenes que trabajan como ayudantes de churreros en Madrid y terminaron manejando el negocio cuando sus jefes se fueron jubilando.
Este es el caso de las patatas fritas Marisa. Empezaron con una pequeña churrería alquilada en el Paseo de Extremadura, en donde Iraido y Emilia cambiaron finalmente los churros por la venta de patatas fritas. "Todo se hacía de forma artesanal. Cortábamos patata por patata, después se freían y por último, se llenaba cada bolsa una a una para luego ir de tienda en tienda vendiendo los paquetes", recuerda Marisa.
Han pasado sesenta años desde eso, y ahora su hija, Marisa, que lleva el nombre de la fábrica de patatas, maneja el negocio desde hace 30 años desde Villanueva del Pardillo. "Fue primero el nombre de la empresa familiar y después mi nombre", dice entre risas.
Marisa ha adaptado el negocio a los nuevos tiempos y ya no pela cada patata que fríe para vender, pero asegura que nunca ha olvidado los humildes orígenes del negocio y la calidad de la materia prima que debe tener el producto. Ahora, en la fábrica también venden todo tipo de snacks y condimentos. Conviene adaptarse a los nuevos tiempos, aunque sea tan solo para que en ellos siga habiendo espacio para unas buenas y crujientes patatas fritas. "Hemos pasado por muchas crisis y muchas empresas se han quedado por el camino. Esperamos seguir muchos años más. Ahora, exportamos a Alemania, Reino Unido y Noruega. Es afuera donde más nos valoran ahora", dice la propietaria del negocio.
{getToc} $title={Tabla de Contenidos}