Las Ventas se alcoholiza y pierde la vergüenza

Las Ventas se alcoholiza y pierde la vergüenza

No dispongo de estadísticas de consumo, de datos concretos, pero creo que no hacen falta amontonarlos para concluir que la plaza de Las Ventas es el mayor bar de Madrid durante la feria de San Isidro.

Se abre a las 18 horas y se cierra de madrugada. Durante un mes. Y no solo lo frecuentan los aficionados a los toros -23.000 en las tardes de lleno- sino que también acuden a millares los consumidores sin interés taurómaco después de lidiarse el sexto de la tarde (o de la noche).

La plaza multiplica sus zonas de recreo después de la corrida, música en directo, balcones vip, espacios de aluvión pata la chavalería. Se bebe sin medida en Las Ventas. Y no convocamos un discurso moralista frente a la euforia etílica que caracteriza el trasnoche, pero sí de escandalizarse por el grado de consumo que se produce durante la corrida de toros.

Rubén Amón

Y no solo me refiero al trajín de copazos y de cervezas con que se entona el personal a expensas del interés y de la concentración del espectáculo, sino al grado de incomodidad y de molestias que originan los camareros ambulantes desplazándose por los tendidos. No es su culpa, sino del "sistema" que los pluriemplea para abastecer a los espectadores.

Impresiona tanto como desagrada la ebriedad de Las Ventas a la hora de los toros. Y está muy bien divertirse y abandonarse a la isidrada, pero no al precio de descuidar o de malograr el rito esencial de la tauromaquia.

Se falta el respeto a los toreros. Y se distrae y se incomoda a los aficionados que asistimos a los toros con la prioridad de disfrutar el acontecimiento en sí mismo, sin necesidad de emborracharnos. Quiere decirse que Las Ventas deteriora su cualificación como primera plaza del mundo. Y que la embriaguez colectiva perjudica la seriedad de la ceremonia.

Rubén Amón

No se trata de ponerse solemnes ni estupendos. Los toros alojan la dimensión lúdica de la Fiesta y tiene sentido explorarse. El problema son los límites. Y el grado de alcoholización progresiva que identifica el estado de ánimo de la plaza a medida que avanza el espectáculo.

Molesta la gente saliendo y entrando del tendido. Molestan los camareros preparando los gintonics a pie de localidad. Molestan los espectadores que desenfrenan la lengua a medida que consumen una copa y la siguiente.

Y podemos entender que a plaza tiene que hacer negocio. Y que los espectadores tienen derecho a beber, pero los excesos de esta feria implican una desconsideración y una profanación a la liturgia misma.

Los toros son un espectáculo de masas que ha dado pruebas de civilización y de civismo. No hay control de seguridad. No se revisan las mochilas, contengan o no contengan botellas de whisky. Y no hay restricciones de grados ni de cantidades en las barras, a diferencia de cuanto sucede en el fútbol. Por esa misma razón, los espectadores deberían responsabilizarse de que la tauromaquia es un rito eucarístico. Y beber con moderación, igual que hace el cura en el trance de la transubstanciación.



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