Antes de que Dios creara el mundo el espíritu flotaba sobre las aguas, se lee en el Génesis. Quien dijo esto sabía bien de qué hablaba. Todas las almas son acuáticas. El cerebro del recién nacido se compone prácticamente de agua. Esta proporción disminuye a lo largo de los años, pero en ningún caso deja de ser el agua el mayor ingrediente de las células, de la sangre, de los pulmones y del resto del cuerpo humano. Si yo fuera un gurú californiano, diría que nuestro cuerpo es un río que al nacer recibe las aguas de un manantial muy puro y al final de la vida las devuelve al mar limpias o contaminadas, según haya sido el comportamiento moral de cada uno. La niñez es un arroyo de aguas plateadas que surge entre las breñas de la alta montaña. Su curso ya crecido encuentra los primeros saltos y se vuelve turbulento en la adolescencia, pero después de muchos años uno soñará con aquel tiempo feliz en que se bañaba en el primer remanso que ese arroyo formaba a la sombra de los sauces. A unos antes y a otros después les llega el momento en que el alma se contamina como sucede con cualquier río cuando atraviesa una ciudad. Sentado en la terraza de un bar al sol de la mañana veo pasar el río de gente, hombres y mujeres de cualquier edad, cada cual con su alma acuática a cuestas. Basta con mirarlos a la cara para saber si es sucia o limpia. Algunas madres arrastran un cochecito de bebé y veo en esa criatura sonrosada un manantial de aguas cristalinas; cruza luego una adolescente con un estuche de violín en la espalda e imagino que las infinitas notas musicales que duermen en sus cuerdas suenan en su corazón enamorado que también es de agua; pasan tipos siniestros que transportan en su interior sus propias aguas fecales y entre un grupo de jóvenes ruidosos se abre paso un anciano que avanza con cierta nobleza apoyado en su bastón. Seguramente su alma realiza suaves meandros en la desembocadura poblada de patos salvajes. Así pasaba el agua de la gente esta mañana.
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