Se cumplen 10 años de la muerte de Francisco García Escalero, conocido como 'El matamendigos'
"Le saqué el corazón y mordí un trozo". Eso le dijo Francisco García Escalero, conocido como El matamendigos, al periodista Jesús Quintero, durante una entrevista emitida en el programa Cuerda de presos, en 1996.
Una persona que sobrepasó todas las líneas rojas, las más extremas, las más oscuras. Tan crueles que cuesta escribirlas. Existen infinidad de teorías psicológicas, estudios biológicos, explicaciones místicas o religiosas. Pero al toparse con la máxima expresión de la perversidad, parece imposible explicar la maldad. Alguien definido, por los especialistas que le trataron, como el "paradigma de la locura". Entre 1987 y 1994, Francisco mató a once personas sin piedad, y se convirtió en uno de los perfiles criminológicos más difíciles de abarcar.
Nació el 24 de mayo de 1954 en Madrid. Su madre era limpiadora y su padre albañil. Vivían a pocos metros del cementerio de la Almudena y la muerte siempre formó parte de su vida. Desde pequeño, paseaba por el camposanto y le venían tortuosas ideas a la cabeza que su padre intentaba arrancarle de cuajo. Sus desvíos y los malos tratos le llevaron a varios intentos de suicidio. El primero, con solo 12 años. Se lanzó delante de un coche, varias veces intentó morir atropellado.
Pronto empezaría a delinquir, pasó por un reformatorio, hasta que acabó en prisión condenado por violación. Hablaban de él como un preso modelo, salvo por su extraña manía de conservar en la celda animales muertos. Salió al cumplir los 30 años y empezó a mendigar. La muerte de su padre incentivó la escalada de violencia que llevaba fraguándose años, y el alcohol y las pastillas le agudizaron los delirios.
Algunos ya le conocían. Le habían visto profanar tumbas. Sacaba los cadáveres de los ataúdes para masturbarse. La policía le mandaba al psiquiátrico, pero terminaba saliendo al cabo de un tiempo. En medio de esas entradas y salidas, fue convirtiéndose en el asesino en serie más perverso del país.
Y Francisco intentó avisar. Rogó ser detenido. Más de una vez. Cuando ingresaba en el hospital, le contaba al personal que venía de matar. Pero nunca le creyeron, le tomaban por loco.
Mientras, iban apareciendo cadáveres de mendigos por las calles de Madrid. A finales de los 80, la capital vivió una oleada de crímenes sin resolver. Un sintecho decapitado, otro con los dedos amputados, uno muerto a puñaladas, alguno carbonizado. Su condición dificultaba la investigación: nadie los echaba de menos, nadie relacionaba los casos. Hasta que un día, en 1994, Francisco vuelve a arrojarse contra un vehículo. Se lo habían pedido las voces. Agonizante y perdido, volvió a confesar sus crímenes. Esta vez sí le escucharon.
Su historial abarca desde el voyerismo hasta el canibalismo. El sexo y la muerte habitaban en el plano de la máxima depravación. Mutilaba cadáveres, con algunos practicó necrofilia. Se autolesionaba, le desbordaba el sadismo hasta consigo mismo. Le diagnosticaron el grado más alto de esquizofrenia. A veces, cuando se miraba al espejo, decía no reconocerse. Como si un espíritu poseyese su cuerpo. Le movía un impulso irrefrenable, un círculo vicioso de maltrato, descontrol y destrucción. Llegó a tatuarse en un brazo "naciste para sufrir".
En febrero de 1996 fue condenado por once asesinatos. La Audiencia Provincial de Madrid le definió como enajenado, tan peligroso que no podría estar en régimen abierto. Fue declarado inimputable y se ordenó su ingreso en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent, en Alicante. Murió en agosto de 2014 a los 60 años, solo, en su celda, tras atragantarse con el hueso de una ciruela.
Dijo una vez Edmund Burke, filósofo y político irlandés, que para que triunfe el mal solo es necesario que los buenos no hagan nada. El psiquiatra que lo examinó, Juan José Carrasco, alegó que no recibía el tratamiento adecuado, y subrayó el fallo de un sistema incapaz de evitar las consecuencias de su locura.
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