Los perritos verdes


         Los perritos verdes

Me dicen por ahí que nunca cuento lo bueno. Quienes conocen a mi hijo y han aprendido a ver su luz me preguntan por qué no hablo acerca del lado hermoso,...

Me dicen por ahí que nunca cuento lo bueno. Quienes conocen a mi hijo y han aprendido a ver su luz me preguntan por qué no hablo acerca del lado hermoso, fascinante e incluso divertido que tiene convivir con un niño diferente. De lo que sucede cuando el traje de domadora ya no te aprieta, esa fiera angustia sólo te muerde de vez en cuando y puedes disfrutar del privilegio que supone ver la realidad desde otra perspectiva. Una perspectiva única y diferente a todo, en la que te adentras agarrada de la manita de ese niño que no se parece a nadie que hayas conocido antes. Tu perrito verde.

Así que en este artículo tendría que hablar de colecciones de piedras, de rollos de papel higiénico que hablan, del orden de las cortinas, del lenguaje de los silencios y de las miradas. Del asombro, de desaprender y de reordenar todo aquello que solía construir tus certezas. De cómo ese niño diferente también puede transformarte en alguien totalmente diferente.

Hace muchos años, siendo aún médica residente en el hospital Ramón y Cajal, conocí en consulta a una adolescente. Venía con su madre, que me contaba que desde muy bebé tenía crisis epilépticas y que nunca había hablado. Mientras su madre y yo repasábamos informes médicos, tratamientos y diagnósticos, ella me miraba fijamente, como desde otra dimensión, como si la información que estábamos intercambiando careciese de relevancia. En un momento de la entrevista, la chica se levantó y me acarició suavemente la mano mientras sonreía. “Qué suerte tienes”, me dijo su madre, “ella nunca toca a nadie”.

No recuerdo su nombre ni su edad, y mi memoria atisba apenas detalles de su aspecto (¿puede que llevara gafas…?). Pero sí recuerdo nítidamente, como si hubiera sucedido ayer, lo que sentí en aquel momento por primera vez en mi vida. La comunicación profunda entre nosotras, que trascendía a lo verbal: cuántas cosas me dijo en apenas unos segundos sin emitir sonido alguno, y sin que yo pueda ahora explicarlo con esos grafismos o sonidos arbitrarios a los que llamamos palabras (por mucho que lleve horas delante de este teclado, deshaciendo y rehaciendo este texto).

Fue como si se parara el tiempo, como si se me hubiera dejado echar un vistazo a otro mundo en el que todo lo que damos por sentado es volátil, en el que las reglas son otras, en el que lo único que de verdad importa es lo que nos une: la vinculación, la humanidad, la conexión emocional.

Desde entonces, en consulta, he experimentado ese privilegio en varias ocasiones más. No demasiadas, porque es lo que tienen los privilegios: si se hacen costumbre dejan de serlo. Cada vez que una persona neurodivergente me muestra un trocito de su mundo es como si me hubiera tocado la lotería.

El Dr. Manhattan es un personaje de la serie de cómics Watchmen. Un adolescente que aspiraba a heredar la relojería familiar y que en un accidente nuclear se convirtió en un individuo de color azul -estrambótico a todas luces- con el superpoder de la clarividencia, capaz de manipular la energía de la materia y de moverse en el espacio-tiempo a voluntad. Mi hijo de 7 años confunde los conceptos “ayer” y “mañana”. Los días de la semana, meses y estaciones del año no son para él más que canciones o retahílas: carecen absolutamente del carácter referencial que les otorgamos. Las horas no son más que números: a menudo se guía por la luz o la oscuridad para saber qué es lo que toca hacer en cada momento.

Puede que no vea el sofá que está delante de sus ojos, pero es capaz de detectar a metros de distancia si un cojín está levemente torcido. Es como si el tiempo y el espacio, esos conceptos básicos sin los que los neurotípicos nos sentiríamos perdidos, fueran para él nimias arbitrariedades. Como si él estuviera siempre muy ocupado en otras cosas más importantes. A menudo, mi marido y yo nos preguntamos si nuestro hijo no será, en realidad, el Dr. Manhattan.

Puede que no vea el sofá que está delante de sus ojos, pero es capaz de detectar a metros de distancia si un cojín está levemente torcido

Y, desde luego, nos deja pistas de ello. Recuerdo un día, hace más de un año, en el que por diversas circunstancias que me parecían de suma importancia la vida se me estaba atragantando. Salíamos de estimulación temprana y mi hijo se paró en el jardín de la clínica. Llegábamos tarde a natación, y mi exasperación crecía por momentos.

Mi hijo se agachó a observar algo y come... {getToc} $title={Tabla de Contenidos}

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