
Fue en la plaza de Omonia , centro de Atenas. Dos muchachos se besaban en la boca como dos amantes. Unos meses atrás caía la dictadura de los coroneles y...
Fue en la plaza de Omonia, centro de Atenas. Dos muchachos se besaban en la boca como dos amantes. Unos meses atrás caía la dictadura de los coroneles y en Grecia se respiraba libertad, incluso ese tipo de libertad. Me quedé mirándolos como quien observa a dos marcianos. En España agonizaba la dictadura franquista y mi cerebro, aun adolescente, nunca había visto besarse de esa forma a personas del mismo sexo. La naturalidad con que aquellos chicos hacían sin rubor alguno simplemente lo que sentían me hizo pensar en quién era nadie para juzgarles, prohibirles o demonizarles por ser como eran.
Podría resultar inusual o incluso exótico para el común de los mortales, pero qué daño hacían y a quién para que fueran perseguidos como criminales. Fue entonces cuando tomé conciencia del calvario que hubieron de sufrir aquellos a quienes la naturaleza les hizo diferentes y se veían abocados a esconder sus sentimientos sin culpa alguna.
Ese mismo año murió Franco, las leyes inquisitoriales caerían pronto, pero la conciencia social en torno a la diversidad sexual tardaría décadas en evolucionar. Esta semana se celebra en medio mundo el Día del Orgullo, y digo en medio mundo porque puede que aún sean más los países donde se persigue la homosexualidad como un delito que los que respetan derechos y libertades.
Se han convocado manifestaciones en las grandes ciudades europeas aunque este año el principal foco estaba en la marcha de Budapest, auspiciada por el propio alcalde de la capital y prohibida expresamente por Viktor Orbán. El primer ministro húngaro ha implementado leyes persecutorias contra los homosexuales que recuerdan la inquina con que el nazismo les hostigó hasta enviarles a los campos de exterminio. No cabe en cabeza alguna que el mandatario de un país comunitario se permita vulnerar principios y valores que son exigibles a los socios europeos. A pesar de las amenazas de Orbán, y de promover una marcha de ultraderecha a la misma hora con parecido recorrido, la manifestación fue un éxito abrumador de concurrencia.
Todo un palo no solo para el mandatario húngaro, sino también para sus correligionarios del llamado grupo de los patriotas por Europa en el que están inscritos los ultras de Vox. Fue un palo porque lo acontecido en Budapest indica que, a pesar de la pujanza mostrada por las formaciones de ultraderecha con sus postulados retrógrados y autoritarios, han podido comprobar la reacción de la ciudadanía cuando tratan de recortar o violar derechos fundamentales que han de ser irrenunciables.
Hace ya 20 años, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero aprobó la ley que permitía el matrimonio homosexual. En aquel entonces el PP se echaba las manos a la cabeza y algunos de sus miembros más rancios la llegaban a comparar con la zoofilia. Diez años más tarde, el propio Mariano Rajoy asistía con absoluta normalidad como invitado ilustre a la boda de su compañero Javier Maroto con José Manuel Rodríguez Carballo, quienes nunca ocultaron su relación.
Una década después de aquel enlace y en las vísperas del Día del Orgullo, el actual presidente del PP ponía en las redes que «no se puede discriminar a nadie por amar a quien ha elegido amar». La reflexión de Núñez Feijóo, tan lógica, rotunda y atinada, me ha recordado a aquel beso en arcoíris de los dos muchachos en la ateniense plaza de Omonia, y cuesta entender que se haya tardado tanto tiempo en aceptar algo tan elemental. Más pronto o más tarde lo cierto es que solo no evolucionan los del reino mineral. Así que el problema reside en las cabezas donde solo hay piedra.
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