El extrañísimo parecido de Buenos Aires y Madrid

El extrañísimo parecido de Buenos Aires y Madrid

Me sorprende el parecido de Buenos Aires y Madrid. Y no entiendo del todo las razones. Quiero decir que el aspecto de una y otra ciudad difieren mucho, salvo los nobles edificios porteños que se asemejan a los del barrio de Salamanca. Y, sin embargo, se percibe una afinidad atmosférica, una insólita analogía ambiental que redunda en la cercanía de las ciudades.

Y no pueden estar más lejos. El Atlántico las separa unos 12.000 kilómetros, pero nunca me he sentido tan cerca de una ciudad tan extrema. Buenos Aires tiene un aire más madrileño que la propia Madrid. Y no porque la fisonomía de la capital argentina resulte comparable. Ni por tamaño. Ni por la dimensión de los edificios. Ni por el estuario del Río de la Plata. Ni por la manera de vivir la religión del fútbol. Todo es más grande en Buenos Aires, quiero decir. Más hermosa también que Madrid, pero las diferencias desaparecen cuando uno la pasea y la vive. Cuando la respira y la siente. Ni siquiera el acento remarca la diferencias. Se diría que las acerca.

El fenómeno es tan extraño como atractivo. No me ha sucedido con México DF ni con Bogotá, ni con La Habana ni con Caracas. Y no me siento original cuando hablo de las similitudes entre Buenos Aires y Madrid. Los amigos que la han visitado antes que yo me lo habían advertido. Y otros colegas han confirmado mis impresiones al regreso. Ni siquiera hay que ser madrileño para percatarse del fenómeno.

Leía en las memorias de la mujer de Nijinsky, la condesa húngara Romola de Pulszky, que Buenos Aires era una mezcla de París, Bruselas y Madrid. Había desposado al bailarín en una iglesia porteña, subrayando aquel periodo de gloria -años veinte y treinta- en que Buenos Aires se caracterizaba por un esplendor cultural que atrajo las corrientes y los artistas más representativos de las vanguardias. Y no creo que la analogía con Bruselas sea muy precisa, pero las coordenadas de París y de Madrid me parecen adecuadas. Por la grandeur y la bohemia. Y porque la capital albiceleste también aloja un cierto casticismo de arrabal matritense.

Rubén Amón

No perdonó Diaghilev a Nijinsky el matrimonio con la aristocrática magiar, ni terminó de perdonar Alberti a Falla la naturalidad con que se había instalado en la periferia de Buenos Aires. El compositor discrepaba de sobrellevar en sus espaldas la maldición del exilio o del destierro. Falla se sentía como en casa. O mejor que en casa. Y no percibía que hubiera razones para lamentarse ni marcharse. Le había sucedido a Lorca. Recibieron los bonaerenses al poeta como si fuera el más argentino de sus rapsodas, por mucho que Borges terminara escribiendo que Lorca se dedicaba a andalucear.

Me gusta madrileñear en Buenos Aires. Y encontrarme con los carteles que anuncian la despedida de Sabina. No porque se despida, sino porque su gira americana adquiere en Baires las referencias más familiares del foro y de la chulería. Por eso cuesta tanto despedirse de Buenos Aires, aunque la experiencia de aterrizar en Madrid te devuelve a la expectativa del eterno retorno, como si una puerta secreta comunicara las dos ciudades.



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