No conocí el templo del Club Matador (Jorge Juan 5) hasta que me lo enseñó y descubrió el colega Alberto Anaut. Lo fundó él mismo en 2013 con fundamentos cosmopolitas. Y se convino bautizarlo con el nombre de la revista iconoclasta y cultural que cada año aparecía en las mejores librerías.
Nada que ver con los toros, quiero decir, pero la sensibilidad taurina del difunto Anaut explicaba que le interesara fomentar la tauromaquia entre las paredes del club. Por eso nos reunimos unos cuantos amigos en la clandestinidad. Y concebimos un club dentro del club para sufragar nuestras inquietudes en régimen de hedonismo. Y para darlas a conocer, pues ocurre que la misión de nuestra peña se traslada a una publicación, Minotauro, cuyo esmero estético se corresponde con su ambición editorial. Hemos publicado un manifiesto que aspira a convertirse en la referencia conceptual y argumental de la defensa de la tauromaquia en periodo convulso.
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Cultura
Y es el Club Matador un lugar de prestigio para emprender iniciativas idealistas. O de ideas, cuando menos. Ha ido creciendo en la superficie. Y en el número de socios. También ha prosperado en sus terminales culturales. Como lugar de exposiciones, como escenario de jazz, de flamenco, de música clásica. Y como un foro propicio a los debates culturales, sin menoscabo de los placeres gastronómicos. Se come bien, se bebe mejor en los cenáculos que aloja el templo de Matador.
Y es de agradecer que las normas de convivencia comiencen por los límites al uso del móvil. Está prohibido emplearlo para hablar. Y se promueven implícitamente las conversaciones, aunque los espacios del club también favorecen el recogimiento y la lectura. Los fumadores disponen de una cámara para sus vicios. Y los cinéfilos disfrutan de un salón apoltronado, aunque el mejor secreto del club no se encuentran en sus reservados, sino en el vergel del patio interior, en la arboleda que airea los espíritus.
Y el de Alberto Anaut anda suelto. Un tipo generoso, humanista, cuyas inquietudes tanto le llevaron a crear PhotoEspaña; como a fundar una editorial cultural, la Fábrica; como a promover una revista, Matador, cuyos años de existencia equivalían a las letras del abecedario.
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Cada año, desde 1995, aparecía un ejemplar extraordinario identificado con una letra, pero Alberto Anaut, mi amigo, el nuestro, acaso ignoraba que la cuenta atrás coincidía con la cadencia de su propio reloj de arena.
Apareció número Z, 28 años después, 28 números después. Y por terminarse una aventura al tiempo que se consume una vida. Y fue la de Alberto una vida dichosa. Un hombre de muchos saberes. Un hedonista.
Y un esteta a quien gustaban los toros y el boxeo, tanto como la literatura, la arquitectura, el cine y el vino. Un conservador cálido. Un tipo de excelente sentido del humor y de cualidades humanistas. Un agitador cultural que supo conectar las neuronas de tantos artistas.
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Vestía con elegancia Alberto. Esmeraba la selección de las gafas. Esas monturas de madera que venían de París. Y cuyo cosmopolitismo no contradecía su campechanía en su casa de campo segoviana.
Sabía comer lechazo con las manos Anaut, quiero decir, igual que sabía persuadir con las palabras. Y mostrar la ternura de unos ojos pequeños y claros provistos de una lucidez que se ha extinguido, de la A de Alberto a la doble Zeta de Zinedine Zidane, pues Anaut era del Madrid.
Echamos de menos a Alberto, quiero decir. Y le gustaría a uno toparse con él a deshora en la barra del bar, entendiéndose por deshora un mediodía tranquilo de un martes, o una sobremesa de un jueves, cuando se escucha crujir la madera del suelo y cuando Matador huele al mejor Madrid posible.
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