No termina de integrarse el apéndice de las cuatro torres -o de las cinco- en la villa y corte de Madrid, más o menos como si la ciudad rechazara el trasplante urbanístico con los recelos de un cuerpo extraño. Y puede que el proceso de adaptación mejore o prospere con el desarrollo del norte, pero la transición se resiente de una cierta hostilidad, hasta el extremo de que la zona embrionaria de los rascacielos se caracteriza por una sociología y un clima propios. Se diría que el viento, la lluvia y hasta la altura de las nubes identifican un hábitat específico, sin olvidar que los comercios y los restaurantes del área en cuestión se ocultan debajo de las torres, como si los habitantes de esta Metrópolis pretendieran a su vez esconderse en un tejido propio.
Conozco bien la zona porque la he frecuentado por razones diferentes y complementarias. He acudido a la fabulosa clínica de rehabilitación (Olympia) que se aloja en el subsuelo. He visitado la sede del Instituto de Empresa. He accedido al impactante mirador cenital de los últimos pisos de las torres gracias a mis amistades en PWC y KPMG. He dormido en el Hotel Eurostars, como si fuera yo un futbolista. He comprado repuestos en la tienda de Apple. He comido en La Máquina. He tomado café en el local de Juan Valdés. Y he descubierto los cines que más me gustan de Madrid.
Me refiero a los Caleido. Quedan a contramano, las cosas como son. Tiene poco sentido desplazarse ex profeso sin otros planes complementarios. Y produce cierto desasosiego salir de la zona de ocio a deshora, cuando ha desaparecido la frenética actividad empresarial y académica, pero la experiencia cinematográfica resulta extraordinaria. Por el tamaño moderado de las salas. Por la calidad del sonido y de la imagen. Y porque las cualidades de los asientos predisponen la comodidad sin llegar al total esparcimiento. Quiero decir que algunas salas de lujo, como las del Palafox Luxury, exageran en las condiciones de confort. Tanto se reclinan los butacones que “devienen” en un camastro. No es difícil quedarse dormido. Y resulta demasiado incómodo el trajín de camareros que abastecen a la clientela durante la proyección. Se bebe y se come opíparamente.
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Prefiero los Caleido en su recogimiento. Y estimulan la vida cultural de un área cuya intensa actividad empresarial y académica permanece bastante ajena al conocimiento de madrileños y de foráneos, como si fuera una Gotham City sofisticada.
Pululan los ejecutivos clónicos, proliferan los currantes uniformados e impresiona la vitalidad estudiantil del Instituto de Empresa, cuya buena reputación académica explica la afluencia de universitarios extranjeros. Empezando por los venezolanos, mexicanos y peruanos que han encontrado en Madrid las mejores condiciones del exilio.
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Las cuatro torres -o las cinco- son el origen de una anomalía urbanística. Surgieron para concederle un extremo valor vertical a los terrenos horizontales del Real Madrid en la ciudad deportiva. Y se incurrió en un trato de favor a Florentino Pérez que ha transformado la fisonomía de la ciudad sin que la ciudad termine de identificarse con el trasplante.
Merece visitarse como una suerte de safari sociológico. Hay boutiques de lujo y demasiadas franquicias despersonalizadas de restauración (empieza a resultar urgente prohibir el tartar de atún y la ensalada de burrata). Y tiene sentido conducirse al Espacio 33 para sobrevolar Madrid desde un restaurante que tutea a las nubes y pone a huevo la fama celestial de la capital española.
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