Más que la Navidad, hay espacios urbanos de Madrid que celebran el Apocalipsis, o el día de la bestia, tomando como inspiración la película que Álex de la Iglesia concibió en el engendro de la Plaza de Castilla.
Solo en un lugar tan inhóspito y fallido podía concebirse la reencarnación de Belcebú, considerando además que aún no se había erigido el obelisco disparatado de Calatrava. La Plaza de Castilla es el fin de la ciudad y el fin del mundo, aunque las aberraciones de la Plaza de Colón establecen todas las condiciones de una competición catastrofista en la capital del reino.
No ya porque ha resultado catastrófica la nueva versión del rascacielos (llamémoslo rascacielos), sino porque el desastre urbanístico del lugar se resiente de un desconcierto estético donde se amontonan los pisapapeles colombinos, la escultura de Botero, el rostro megalómano de Plensa, el banderón rojigualda y el sindiós de las incorporaciones navideñas.
La más terrorífica de todas consiste en un ángel de tamaño colosal cuyo aspecto más feroz se desencadena cuando se encienden las luces navideñas. Dan ganas de estrellar el coche para abatir el tótem. Y para despejar la plaza de una criatura alada y okupa que trastorna más si cabe la convivencia de los transeúntes y de los vecinos en un territorio nuclear.
Merece visitarse la Plaza de Colón para sobrecogerse de su aspecto delirante y hortera. Ni siquiera los remedios coyunturales reaniman la depresión que la caracteriza. Se ha inaugurado una pista de hielo precaria y se ha abierto un mercadillo navideño, de tal manera que el enclave simula una vitalidad que los madrileños nunca han fomentado.
Ni los vecinos ni los foráneos entienden que la Plaza de Colón sea siquiera una plaza. No transitan por ella, ni se detienen, ni la observan. Y no por falta de razones logísticas. El lugar en sí mismo reúne todas las razones para convertirse en el eje de la ciudad. Por la confluencia de la Castellana con Goya. Por la subida hacia Génova. Y porque la zona comercial de Serrano se añade a las atracciones turísticas y académicas del Museo Arqueológico, de la Biblioteca Nacional y del Teatro Fernán Gómez.
Quede claro que los recelos de Madrid y de los madrileños a la Plaza de Colón no provienen del revisionismo colonial ni de la incomodidad que pueda suscitar la memoria franquista. Quiso el caudillo levantar un tributo megalómano a la gloria añeja del imperio, pero las pretensiones patrioteras se malogran en el erial urbanístico, como si fuera víctima la plaza de un pecado original que tratan de expiar rosario en mano los militantes de Vox.
Porque es precisamente en Colón donde Abascal congrega a la grey de la ultraderecha. No ya concentrando el aluvión de los barrios pudientes que custodian la zona cero, sino otorgándole un aspecto aún más siniestro de cuanto supone la plaza desierta y yerma. Bien lo saben los políticos de Ciudadanos que se avinieron a posar con los líderes del PP y de Vox en el escenario justiciero que se improvisó en el fatídico encuentro de 2019. “La foto de Colón” fue el principio del final. Y una prueba inequívoca de que la plaza representa un lugar maldito e incorregible.
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