De Vigo a Valencia: por qué España se ha llenado de ‘ciudades clickbait’

De Vigo a Valencia: por qué España se ha llenado de ‘ciudades clickbait’

Vigo encaja con el patrón de ciudad media posindustrial buscando, desconcertada, su lugar en el mundo. La crisis de las actividades industriales removió las estructuras del sistema urbano. Su burguesía local había cambiado la inversión en industria por el ladrillo, una apuesta mucho más segura que reflejaba la desconfianza en los medios de producción. La ciudad acabó terciarizándose. Un guion de manual.

Abel Caballero se sabía bien la teoría. Había entendido la importancia de que ciudades como la suya tuvieran un electroshock de autoestima, que encontraran un motivo con el que congraciarse con su municipio. A partir de las enseñanzas warholianas de atención mediática, el alcalde, antes que TikTok, eligió convertir a Vigo en embajadora del LED. Hasta 11 millones de luces para proclamarse capital mundial de la Navidad.

La transformación del alcalde —léase: "La historia de cómo Abel Caballero pasó de ser un tecnócrata a Papá Noel"— se ajustaba a las propias necesidades de supervivencia de la urbe gallega. Un alcalde alter ego. El político aburrido, considerado en los ochenta como un "soberbio teórico de la economía", doctor por Cambridge. Una eminencia que, en cambio, había dejado de brillar, que no ganaba elecciones. Caballero, descabalgado, decidió que para ser popular debía construir un anzuelo inmenso: las luces, la Navidad, el brilli-brilli.

El autor del tratado La crisis de la economía marxista vio antes que nadie que transformar la narrativa transformaba la percepción: un mito para superar esta otra crisis, la de las ciudades en la órbita global. ¿Que entregar el relato vigués al señuelo luminoso suponía rebajarse a lo grotesco, limitar el mensaje al de una feria de atracciones? No entremos en detalles, peor es no hacer nada. Lo importante era su eficacia, su sencillez. Empoderar a la población a partir de un objetivo: gustar para atraer. Recibir a visitantes, o dar apariencia de ello, como quien prepara su próxima publicación en la red pensando en cómo ser viral.

Borja F. Sebastián

Cuanto más se fijara Vigo en las luces, menos estaría atendiendo a todo lo que ocurría cuando el interruptor las apagaba. "Estamos en julio, pero ya es Navidad en Vigo", anunciaba el alcalde, sudoroso.

La prueba de cargo de cómo nuestras ciudades dejan de hablar de la ciudadanía, para personarse como aspirantes a influencers, puede sentirse en los imitadores que le han salido a Vigo. El alcalde de Badalona, con actitud wannabe, había anunciado que su ciudad tendría el árbol de luz más alto de España, con 40 metros de altura y 15 de diámetro. Ante ese desafío, Vigo contraatacó anunciando que el suyo se auparía hasta los 40,5. Abel Caballero se despertaba de madrugada entre más sudores. Pero Badalona no se achantó y su alcalde García Albiol, que mide dos metros, prometió tener "el árbol de Navidad más alto, aunque tenga que subirme yo". Caballero zanjó el duelo declarando que "Vigo solo compite con Nueva York".

El pique entre Caballero, Albiol y Nueva York puede parecer un diálogo cómico, un intercambio repleto de campechanía, pero es el epicentro mismo de sus estrategias narrativas. "Queremos demostrar la importancia de Badalona", anunció Albiol en su comunicado, a propósito del árbol gigante. No eran proclamas lanzadas ingenuamente, iban en serio.

Click, click

Andrea Farnós

En gran parte de nuestras ciudades la oferta se genera aunque no haya atisbos de demanda. Aunque no venga nadie, la ciudad —que es un poema puesto de pie, como dijo Lorca de las obras de teatro— se engalana para mostrarse como un destino atractivo. ¿Lo hace por deseo económico? Sí, claro: ante la sequía en sus fuentes de ingresos aspira al maná, al crecepelos que aterriza en low cost, el documento de Excel cargado de filas que proyecta nuestro propio cuento de la lechera. Es la economía —como demuestran buenas aportaciones recientes: La fàbrica de turistes, de Ramon Aymerich; El malestar de las ciudades, de Jorge Dioni; La burguesía catalana, de Manel Pérez—, pero no es solo la economía. O mejor: la economía forma parte de un cuadro clínico. Hay un cambio en la psique que es consecuencia, pero, también parte, de un nuevo mito. Interpela al conjunto de los ciudadanos en una obra que nos incluye, aunque nos acabe haciendo a un lado. Nuestra ciudad —la mía, la tuya, la de los demás— se ejercita duro para parecer sexy, una perita en dulce. El hecho de atraer concita más excitación que residir. Gustar antes que habitar.

Aparentemente no pasa nada cuando solo se practica la ciudadanía, a diferencia de ese je ne sais quoi de cuando nuestra ciudad está de moda y, de manera coral, nos sentimos parte de algo importante. Es la épica competitiva de lograr recompensas, superar un nuevo récord en la liga de las ciudades. La gamificación de la vida entre capitales. Siguiente pantalla.

Varios turistas se sacan una foto en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. (EFE/Ana Escobar)Varios turistas se sacan una foto en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. (EFE/Ana Escobar) Varios turistas se sacan una foto en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. (EFE/Ana Escobar)

Un sesgo extendido según el cual, para determinar el éxito de un lugar, conviene calibrar a peso sus visitantes. Un séquito de urbes aspirantes buscan desesperadamente pavonearse para obtener su cuota de atención, su espacio de mercado. Hazme caso. El objetivo no es solo mejorar los datos turísticos para engordar el negocio, sino convencer a la propia ciudadanía de que su bienestar depende de esas cifras. Es una apelación al ego que nos conecta con nuestra identidad como habitantes de un lugar: de ahí el reto de obtener el reconocimiento externo. La ciudad para quien hace click en ella.

Y del click, al clickbait. El anzuelo, el titular fulero, la treta para que se fijen en tu contenido, aunque para ello —ups— haya que alterar la realidad. Para Wikipedia, el neologismo en inglés hace referencia peyorativa a aquellos mensajes en internet preparados para generar ingresos publicitarios. Lo consiguen usando titulares y miniaturas de manera sensacionalista y engañosa, para atraer la mayor proporción de impactos posibles.

Cuando basta con crear reclamos y deja de importar todo aquello que no genera resultados llamativos e instantáneos, las narrativas que servían a las ciudades para congraciarse con sus ciudadanos, ya no son suficientes, caducan. Otras las sustituyen.

Héctor García Barnés

Si el engagement es "el nivel de compromiso, entusiasmo y lealtad que tiene una audiencia con una marca", la marca pasa a ser nuestra ciudad y la audiencia sus visitantes. Es el indicador con el que determinar a qué lugares les va mejor o peor, aunque esa realidad no coincida con la de sus habitantes. Basta con atender el tono de los titulares para entender hasta qué punto la alegría de nuestras ciudades depende del número de personas que la visitan. Una narrativa tan placentera que a veces hace creer que se están pasando las páginas de la revista ¡Hola!:

"Valencia está de moda, y se nota", hemos leído repetidamente durante los últimos diez años, en parte justificándolo.

El estado general de euforia provoca que la mayoría de cuestionamientos acaben en un callejón sin salida, tomados como una afrenta a la ciudad. "Mientras yo sea consellera, no habrá impuesto a la industria de la felicidad", anunciaba la entonces responsable del ramo en la Generalitat Valenciana —y antes secretaria general de la patronal turística Hosbec—, Nuria Montes a propósito de la tasa turística. Como si apelar a modelos diferentes de crecimiento significara querer que nuestra ciudad, convertida en nuestro equipo, baje a segunda. Romper la correlación narrativa entre la llegada de turistas y el bienestar urbano se percibe como colarse un gol en propia puerta. Y si nuestra altura se nos mide a partir de los visitantes, acabamos comportándonos solo como una ciudad para visitantes.

"¿Cuánto debemos crecer?", lanza Mariana Mazzucato. "Esa no es la pregunta, sino cómo hacerlo de forma que nos beneficie a todos", se contesta. Mientras corren ríos de tinta a propósito de la presencia de guiris y la condición de sus comportamientos —balconing, toda una folclorización del fenómeno—, apenas se busca entre la letra pequeña: de qué manera las cifras récord en visitantes permean en la competitividad de la ciudad misma, de qué forma influyen en el avance común de sus habitantes. ¿Acaso no se trataba de eso?

Carlos Rocha. Sevilla

Condenar nuestro éxito al número de visitantes que recibamos, a la cantidad de likes o al flujo de interacciones nos reduce a simples ciudades-escenario, grandes avenidas para la exhibición, intrincadas calles de escaparate. La carcasa que, por mucho que ofrende felicidad, hace la vida más complicada cuando se olvida de todo lo demás.

Mientras Valencia pasaba de los 4,6 millones de pasajeros en Manises en 2014, a los más de 10 millones en 2024; mientras se decía a sí misma lo atractiva que era porque Forbes la eligía como mejor ciudad del mundo para vivir, en 26 de los 88 barrios el precio del alquiler subía más de un 50 %, en todos ellos lo había hecho al menos un 30% desde 2015 hasta hoy. Los bajos de áreas paradigma como Ciutat Vella o el Cabanyal comenzaban a llenarse de cajas de código en su puerta. De nuevo, la adecuación a una demanda que no llamaba al timbre porque ni lo necesita: la Comunitat Valenciana se situaba entre las cinco regiones europeas que más noches de Airbnb sumaron en verano. Definitivamente Valencia no necesita conseguir ser una ciudad de 15 minutos, necesita no dejar de serlo. Porque lo que no se puede pagar con dinero… se paga con tiempo.

Las ciudades españolas deben rehacer sus mitos, contar historias alrededor de la hoguera que incluyan a sus comunidades, mensajes que incorporen su cohesión social, la calidad de su espacio público, el acceso a la vivienda, sus estrategias regionales o conexiones con otros espacios de influencia. No solo renders. Considerar que a una ciudad le va bien cuando a la mayoría de sus ciudadanos les va bien.

Mostrarse como una marca puede ser una tentación razonable, ejercitarse como una ciudad hecha de ciudadanos es una necesidad inaplazable. Sus suscriptores, que son quienes las habitamos, merecemos vivirlas sin banners inmensos y alertas que interrumpan la navegación. Si leemos nuestra ciudad a golpe de clickbait, seremos solo usuarios zombies desvinculados de cualquier lugar, suplicando un chute más de dopamina.

La buena ciudad es el antídoto.



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