El boxeo se ha convertido en un deporte popular e impopular a la vez. Impopular porque su reputación se resiente de las restricciones moralistas de una sociedad incolora, inodora e insípida. Y popular porque la afición se ha disparado en los gimnasios. Tanto en las versiones más edulcoradas y coreográficas como en los “antros” más genuinos que sobreviven en la ciudad. De hecho, la pasión pugilística no discrimina entre hombres ni mujeres. Ha adquirido la unanimidad de un fenómeno social que justifica la proliferación de carnets federados. Y que explica la adhesión masiva a los combates del foro.
Me ha resultado fascinante asistir a la velada que se disputó hace unos días en el Teatro Las Vegas. Debutaba como profesional Álex da Silva, el hijo de la torera Cristina Sánchez, pero la sesión concitaba otros siete combates de amateurs, sin distinción de pesos, sexo ni categorías. Y provistos todos ellos de un ambientazo que llamaba la atención por la juventud de las espectadoras y espectadores. Parecía que estábamos en una película de Scorsese, me decía el compadre Luis Enríquez, departiendo charla y gintonic en la mesa que ocupábamos en la orilla del ring. Y se refería a la atmósfera semiclandestina de la velada, a la decoración kitsch del templo, a la música de jazz que amenizaba los entretiempos, a los sillones de sky dorados, a las estalactitas de cristal que pendían del techo, y quien sabe si a la pajarita de los jueces en su impecable indumentaria azul.
Las sociedades globales abjuran de los ritos y de las liturgias, igual que recelan de los fenómenos culturales que codifican la violencia. Y el boxeo es cultura precisamente porque civiliza los instintos, reviste de normas una pelea y convierte lo cruento en estética y estrategia.
No existe mejor experiencia que ir al boxeo para avergonzarse de los prejuicios y los clichés. Empezando por el respeto que se reservan los púgiles, cuando chocan los guantes amistosamente al iniciarse el combate y cuando se abrazan magullados en el desenlace.
'Toro salvaje’: así es el hijo boxeador de la torero Cristina Sánchez
Laura Tenorio
Necesita el boxeo español un fenómeno pugilístico que represente la pasión de los gimnasios, aunque el caso híbrido de Topuria ―híbrido porque es de sangre georgiana y porque se desenvuelve en la UFC― ha rehabilitado el honor y la credibilidad de las artes de la lucha.
Y quién sabe si el gran aspirante al escaño vacío es precisamente Álex da Silva. Se nos marcha a San Antonio para perfeccionarse y abrirse camino, aunque antes de hacerlo adquirió los galones de profesional midiéndose con un contrincante endeble, el búlgaro Stefan Slachev.
Sucedió, ya decimos, en el Teatro Las Vegas, enunciado presuntuoso de un casino de barrio en Ciudad Lineal cuyo piso superior alojó el cuadrilátero nuclear de la velada. Allí estuvimos por la amistad con Cristina Sánchez. Y porque la sangre y la raza de la torera corre por las venas del aspirante, ejemplo él mismo de un linaje diabólico ―tauromaquia y pugilismo― que incomoda a la sociedad de la corrección y de la convención. Y que por idénticos motivos lo convierten en una provocación irresistible.
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