El sector de la hostelería está inmerso en un doble proceso. El más evidente es el de la concentración. Según un reciente informe sectorial publicado por CaixaBank, en la última década la tendencia hacia la consolidación es notable, ya que el número de empresas se ha reducido un 10%. En 2023 funcionaban en España 148.200 bares y cafeterías, 34.715 menos que en 2013, lo que implica que en los últimos diez años han echado el cierre prácticamente 10 bares al día.
Sin embargo, los ingresos del sector han aumentado. La facturación anual ascendió a unos 230.000 euros por empresa en 2022, frente a los 207.000 euros de 2019. El aumento de precios, en buena medida (pero no solo) dictado por la inflación, es uno de los aspectos determinantes. El otro es el incremento de recaudación que han experimentado los restaurantes (436.000 euros por empresa y año, un 18% más que en 2019). Los bares y cafeterías están muy lejos de esos ingresos (127.000 euros, +6% desde 2019). Es decir, el sector ha visto cómo crecía su media a causa del cierre de las empresas que menos ingresan, bares y cafeterías, y el incremento de las que más facturan, los restaurantes.
Al mismo tiempo, el tamaño de las empresas también ha aumentado. El 96% de los establecimientos del sector tienen menos de 10 asalariados, mientras que las de más de 250 empleados apenas suponen el 0,1%. Pero estas aportan el 17% del Valor Añadido Bruto (VAB) y el 21% del empleo. De manera que las cadenas y los locales más grandes tienen mayor cuota de mercado y aumentan sus ingresos, mientras que los bares y cafeterías propiedad de una sola persona, la gran mayoría, pierden peso.
Madrid, Canarias y Baleares son las CCAA con mayor concentración de establecimientos. Madrid tiene 4,4 locales por kilómetro cuadrado
La segunda concentración es territorial. Los bares del entorno rural lo tienen complicado, y muchos de los de las ciudades pequeñas y medianas sobreviven bien solo cuando se trata de lugares turísticos. Las grandes ciudades, mucho más acostumbradas a recibir visitantes, han desarrollado una industria floreciente alrededor de ese segmento. En consecuencia, Madrid, Canarias y Baleares son las comunidades con una mayor concentración de establecimientos, superando los dos locales por kilómetro cuadrado. Madrid cuenta con 4,4 locales por kilómetro cuadrado.
Esa doble tendencia genera que los locales cada vez más se sitúen en los territorios y en los segmentos donde los precios son más elevados, y por tanto, en los que más pueden cobrar. El ocio ha subido de precio.
El cambio de costumbres
En segunda instancia, tales cambios, instigados por razones económicas, tienen un correlato sociológico: hay una transformación evidente en los hábitos de consumo. La aceptación del catering subraya esa deriva hacia la privacidad, hacia las reuniones sociales en el ámbito privado, continúa bien presente.
En segunda instancia parte, el incremento del número de restaurantes señala cómo el negocio está transformándose, pero también el tipo de servicio que se ofrece. Además de los establecimientos pensados para satisfacer la demanda turística en zonas céntricas, hay muchos de ellos que viven de menús del día a los trabajadores de la zona. Por el otro lado, un porcentaje significativo de los restaurantes que perduran o que se abren se sitúan en un escalón superior de precio. Los establecimientos galardonados con alguna estrella Michelin se ha incrementado en un 43% en los últimos cinco años, hasta alcanzar los 272. España es el cuarto país del mundo en ese ranking. Pero no se trata únicamente de los establecimientos más prestigiosos: el número de locales de comida gestionados por personas con cierto poder adquisitivo, o que tratan de abrirse un hueco entre ese público va en aumento. Hay una demanda de calidad y de experiencia que tratan de llenar.
Los bares y cafeterías tradicionales dejan paso a los locales de afterwork y a los grupos de restauración, también en el segmento medio alto
Al mismo tiempo, los bares y cafeterías van dejando paso a los locales de afterwork y a los grupos habitualmente denominados “de restauración” (nunca sé si en los establecimientos así llamados tratan de restablecer un régimen político, si van a reparar un mueble o a servir algo de comer y beber), pero de segmento medio alto. Los bares de barrio pierden espacio: ya no pueden pagar los precios de alquiler de los locales en zonas relativamente bien situadas, y en muchos lugares la población envejece y la que llega ya no tiene tanta costumbre (o el tiempo) de salir a tomar algo por su barrio.
La vida con los nuestros
En todos los órdenes, va creciendo una oferta de ocio ligada a precios en alza, a un consumo diferencial, a oferta renovada. Ese incremento de precios está ligado tanto a los recursos disponibles, que se están bifurcando, como a factores sociológicos.
Una de las características de la gran ciudad, y Madrid es un buen ejemplo, fue la evolución en sus interacciones: cuando se desarrollaron los grandes entornos urbanos, se crearon muchos nuevos barrios que eran habitados por población proveniente del entorno rural y de ciudades pequeñas. En esos nuevos espacios se tendían a reproducir las viejas costumbres: la calle era el lugar en el que estar, en el que se trababa relación con los nuevos vecinos, donde se compartía la vida. Poco a poco, esas formas de ser dejaron de apreciarse y los barrios se volvieron más impersonales. Las personas comenzaron a valorar mucho la privacidad, por lo que la socialización tendía a ser evitada más allá de las formas de cortesía. Las clases con más dinero se marchaban a lugares donde esa privacidad era completa, las medias tendían a entender la casa como un lugar de refugio y descanso y el barrio como un espacio de tránsito.
Buscan locales o restaurantes que les resulten amables, cuyo decorado les sea confortable y les recuerde quiénes son o quiénes quieren ser
Con los bares ha acabado ocurriendo lo mismo. Eran lugares de reunión: no se trataba de tomar una caña y una tapa grasienta, sino de encontrarse con gente, a menudo al azar; eran sitios donde pasar un rato y encontrar un ambiente familiar, aunque se fuera solo. Todavía perduran los establecimientos de esa clase, pero son los menos.
La vida en la ciudad ha cambiado y la mayor parte de la gente solo quiere encontrarse con su círculo reducido. Reserva tiempo en su agenda para acudir a lugares, previa reserva, cuyos clientes se les parecen. Buscan locales o restaurantes que les resulten amables, cuyo decorado les sea confortable y les recuerde quiénes son o quiénes quieren ser. El resto de personas son parte de ese decorado, gente con sus mismos signos distintivos y con sus mismos deseos de no interactuar más que con los suyos. Tampoco quieren que los camareros les reconozcan, como sucedía en los antiguos bares. Y sería difícil, por otra parte, porque los camareros cambian demasiado a menudo como para que sepan si atienden o no a un cliente habitual.
Para qué salimos a comer y beber
En esos entornos, la comida y la bebida son importantes por lo que aportan de distinción. Las raciones y los platos típicos son algo despreciable; lo que se demanda debe contar con un punto de sofisticación, el suficiente al menos para distanciarse de viejos consumos y para permitir una conversación ligada a la calidad de alimentos y vinos y a la comparación con otros locales similares.
A menudo, la comida pierde su componente físico para convertirse en una experiencia. Como describía Pete Wells, crítico gastronómico del New York Times en su columna de despedida, muchos restaurantes con menú degustación suponen correctamente que casi nadie regresará a ellos: “Son lugares pensados para aventuras de una noche, no para relaciones a largo plazo”. La mayoría aporta poca novedad, pero, como buenas experiencias, siempre dan pie a la comparación y a la colección: “Algunos de estos lugares son maravillosamente personales e idiosincrásicos, pero muchos de ellos parecen completamente intercambiables; siguen el mismo patrón, hasta el menú firmado que te dan al salir, como si fueras a correr a casa y pegarlo en tu álbum de recortes”.
Hay diferentes enfoques sobre la función social que cumplen bares y restaurantes. La opuesta a la dominante señala que la calidad o la distinción de la comida y la bebida son secundarias. No es tan importante tomar un cóctel o un vino caro en lugar de un botellín, ni es relevante que se acompañe o no de una ración de bravas. Allí no se va a comer o a beber, que es la excusa, sino a conversar, a socializar, a compartir ratos, a arreglar el mundo, a desahogarse, a sentirse cómodo y a hacerlo en compañía. Incluso a ser feliz. No implica gastar una cantidad de dinero significativa para contar que se estuvo allí, o para ser visto allí y que otros lo cuenten. Ni tampoco es un problema iniciar una charla con gente poco conocida, o incluso desconocida, para salir de la burbuja en que se ha convertido la vida social en la gran ciudad. Pero dado que esta visión sobre el papel que bares y restaurantes cumplen se hace menos frecuente y tiende a desaparecer, cada vez hay más lugares caros, poblados por gente a la que no le importa gastar de más. Los cambios de hábitos provocan que los bares y restaurantes normales pasen a ser poco valorados, y que los que ofrecen distinción y experiencias tengan mayor recorrido. Es decir, lugares para gente con dinero, cuando no para pijos.
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