Hacía muchos años que no visitaba el Teatro Infanta Isabel. Tampoco recordaba del todo la sensibilidad modernista de la sala y de los vestíbulos. Tan modernista que el teatro llegó a denominarse Petit Palais en alusión a las afinidades parisinas. Por el refinamiento de la arquitectura decó. Por la moda generalista del afrancesamiento. Y por la versatilidad de los espectáculos de variedades que alojaba el templo madrileño.
Había sido un cine años atrás (1907) y fue en 1913 cuando adquirió el aspecto que hoy lo identifica, aunque las reformas emprendidas en los años ochenta resultaron fundamentales para conservarlo como una joya oculta de la calle Barquillo. Las estrecheces de la calzada impide observarlo con las atenciones que se merece la elegante fachada, aunque revisten más interés los detalles exuberantes de la decoración, el orientalismo de las barandillas y la solera de la sala, crujan o no crujan los asientos al ocuparse.
Se aprecia el paso de los años, no por el deterioro del lugar, sino por la feliz idiosincrasia de un teatro íntimamente relacionado con la historia del drama y la comedia españolas. Tanto se estrenaron algunas obras maestras de Arniches, Mihura y Jardiel Poncela como se dieron a conocer las premieres de Benito Pérez Galdós (Sor Simona), Antonio Buero Vallejo (La señal que se espera) o Jacinto Benavente (Su amante esposa).
Y no es que el Teatro Infanta Isabel se haya abstraído de las obligaciones con el inventario internacional. Está en cartelera ahora mismo el tétrico montaje que ha concebido Juan Echanove a propósito de La reina de la belleza de Leenane. La escribió el dramaturgo irlandés Martin McDonagh en 1996 y se ha convertido en una referencia feroz del repertorio.
Feroz quiere decir que la obra lleva al extremo la relación tóxica y dependiente de una despiadada madre enferma y de una hija esclavizada en las atenciones, aunque tanto la una como la otra se preocupan de fomentar la perversidad y la intensidad del vínculo a fuerza de humillar y humillarse.
Echanove concibe un espacio claustrofóbico y una relación más claustrofóbica aún. Huele a humedad, apesadumbra la dramaturgia, aunque los pasajes de humor negro e ironía permiten al espectador respirar de vez en cuando, por mucho que se perciba el desenlace de una inercia fatalista.
"Estamos en la Irlanda profunda, sobre los años ochenta. No hay luz ni futuro ni tampoco televisión"
Estamos en la Irlanda profunda, sobre los años ochenta. No hay luz ni futuro ni tampoco televisión, aunque el montaje que se presenta en el Infanta Isabel traslada una atmósfera de posguerra y depresión, cuando los irlandeses no tenían otro remedio que emigrar a Estados Unidos en busca de trabajo.
Impresiona María Galiana sobre las tablas. Y no por cuestionar el talento de Lucía Quintana, Javier Mora y Alberto Fraga en los restantes papeles de “La reina de la belleza”, sino porque la actriz sevillana ha cruzado el umbral de los 89 años con un papel extremo al que aporta credibilidad, tensión psicológica e imponente carisma escénico.
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