La ‘taylorada’


         La ‘taylorada’

Voy a ser muy claro: si me cruzo con Taylor Swift por la calle, no la reconocería. Esta constatación no es un acto de ufana ignorancia ni de estupidez cazurra....

Voy a ser muy claro: si me cruzo con Taylor Swift por la calle, no la reconocería. Esta constatación no es un acto de ufana ignorancia ni de estupidez cazurra. Sencillamente, no tenía ni idea de quién era hasta que llegó a Madrid y se lío parda entre los Sagrados Corazones y la Torre Europa de la Castellana, antigua vía pecuaria de borregos sin ‘brillibrilli’. No paso por ser adorador de becerros de oro, pero puedo entender a quien lo quiera ser. Dicen que llegó al Santiago Bernabéu, convertido ya en el estadio de los prodigios, con más camiones que en una concentración de remolques franceses en la frontera de la Junquera. No llegó, como ecologista a tiempo parcial, en un velero por el Manzanares, como habría hecho Greta Thunberg, sino que aprovechó la franquicia de Madrid 360 para aparcar donde le vino en gana, que para eso nació en Pensilvania.

Hubo una generación de españoles que hizo esfuerzos por aprender inglés con el método Assimil, sin éxito apreciable. Había una frase que era la madre de todas las frases: "My tailor is rich". Ese era el único tailor, además de Elisabeth, que ellos entendían. Era una frase absurda porque, en esa época, mucho antes de Maestros de la costura, los sastrecillos podían ser valientes y las modistillas, hacendosas, pero lo que se dice ricos, no eran. Paradójicamente, el día de la ‘taylorada’ fue absuelto Francisco Camps, el que se decía que no pagaba sus trajes, entre otras, en una tienda llamada Forever Young situada en los días de vino y rosas al lado de la boîte en que ha convertido Florentino Pérez su campo de fútbol.

Tras la generación tailor, la de los Forever Young con filtros en Instagram, llegó la generación swift, la de los milenials que nada más nacer ya sabían que swift es un código bancario incomprensible para llevar a cabo transacciones financieras internacionales. Pues bien, allí estaban todos, con sus móviles en las manos, la mutación contrastada del Homo erectus en Homo digitalis. Una masa enfebrecida y somatizada con ansiedad asintomática por grabar.

No paso por ser adorador de becerros de oro, pero puedo entender a quien lo quiera ser

Yo no soy tan categórico como Bob Dylan, que prohibió los móviles en sus conciertos porque le hervía la sangre entre tanto ovino con instinto celular. Pero, en el siglo de la simpleza, no se graba para tener un recuerdo. No. Hay algunos que graban y lo suben inmediatamente a redes sociales para alardear. Ante exnovios, examantes, compañeros de trabajo y ante los mismísimos cuñados. "Que os den a todos, que yo he estado aquí y vosotros no", insinúan desde sus perfiles. Los más patéticos, que además no saben inglés, se balancean como plantígrados musitando vocales, para aparentar que conocen las canciones. Y, todo, para grabar una pantalla gigante en la lejanía. No son todos, desde luego, pero cada vez son más. Y dan mucha vergüenza ajena.

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