TVEVivimos hiperconectados, interaccionamos como nunca a través de las aplicaciones y las redes sociales. Sin embargo, en la televisión los espectadores participan...
Vivimos hiperconectados, interaccionamos constantemente y como nunca antes lo habíamos hecho a través de las aplicaciones móviles y las redes sociales. Sin embargo, los espectadores participan menos que antes en el relato final de sus programas. A pesar de disponer de la tecnología más flexible de la historia para que el público se implique y enriquezca en directo los contenidos televisivos.
Qué paradójico. Qué contradictorio. Qué metáfora del problema de la televisión actual: cuando no hay demasiado tiempo para entender a tu sociedad con el ímpetu que permite seguir vigentes.
Las cadenas suelen buscar que el público visibilice sus estrenos a través de los comentarios en redes sociales para lograr un llamativo trending topic que les haga publicidad gratis. También a través de vídeos cortos que se viralizan y, por supuesto, poniendo a la audiencia a sentir que eligen a ganadores y perdedores en el universo del talent y reality show. Pero apenas se perfeccionan las historias que cuentan los programas con la participación directa del espectador que está en su casa. Como si las redes y la televisión fueran universos paralelos que no se cruzan.
Quizá es una alegoría que explica que el mundo superconectado jamás es sinónimo de una sociedad bien comunicada. De hecho, es objetivo que la televisión de antes era incluso más interactiva que la actual. No es nostalgia, simplemente que tal vez los creadores contaban con más margen de tiempo para pensar que o entendías a tu audiencia o la audiencia no te entendía. La celeridad frena capacidades tan sencillas como convertir al espectador en un imprevisible protagonista que nutre la fórmula maestra de los programas con su mirada. Es una gran asignatura pendiente de la tele actual. Que ya hicieron otros antes.
Así José María Íñigo incorporó a sus modernos programas de entrevistas lo inesperado de la llamada telefónica. El invitado de Estudio Abierto se enfrentaba a las preguntas de una audiencia que representaba a un país poderosamente ingenuo. Fruto de estos telefonazos en directo, por ejemplo, Lolita terminó invitando a todo el país a su boda. Y, claro, pasó lo que pasó. Se casó en la sacristía después de que Lola Flores soltara aquello de "Si me queréis, irse" ante una iglesia abarrotada de ciudadanos que fueron a celebrar el casamiento porque habían visto a la hija de Lola Flores invitar a la ceremonia a todos. "Es una invitación muy amplia", contestó José María Íñigo, con su habitual rapidez de reflejos. Lo vio venir.
El nervio de no saber qué dirán a través del teléfono lo utilizó Íñigo como elemento de distinción de su espacio. Rocío Jurado fue otra de las artistas que sufrió llamadas de espectadores que se preguntaban por qué hablaba "así de tontita". En realidad, estas televidentes no sabían que estaban confundiendo tontita con la autenticidad que hacía a Rocío Jurado única.
Años más tarde, a finales de los ochenta, Julia Otero se adelantó a los presentadores norteamericanos que leen tuits de fans (o haters) y en la mesa de La Luna enfrentó a sus invitados a astutos mensajes que había ido dejando el público. Parecido hizo en Un paseo por el tiempo, donde la tele de Julia volvió a implicar a su público proponiéndoles, entre otras ideas, a acudir en directo a La Puerta de Alcalá para cantar, por sorpresa, la canción de mismo nombre a su intérprete Ana Belén, que estaba de invitada en el plató. Al final del programa, Julia Otero conectó con el monumento madrileño y la cantante se emocionó al ver el despliegue. Se había movilizado a la audiencia y creaba una gran apoteosis al show. El público era arte y parte del espectáculo.
Eso que tan maravillosamente bien hizo ¿Qué apostamos? intentando mantener el interés del espectador hasta el último minuto de cada gala del concurso jugando con la participación por dos vías. Primero, alguien del público en el gran plató retaba a los presentadores si lograban que un determinado número de personas acudieran a los estudios de TVE con un objeto curioso, un disfraz o una particularidad.
Hasta la gigante carpa de Prado del Rey en las primeras etapas y, después, hasta el inmenso desparecido Estudio L3 de Buñuel iban los propios espectadores para intentar que Ana García Obregón y Ramón García superaran esta curiosa apuesta que servía como punto de interés hasta el desenlace del show. Y si no llegaba tanta gente como se pretendía, Ana o Ramón acababan mojados en una ducha inmortalizada en un primer plano tan espontáneo como efectista. La audiencia se movilizaba. La tele proyectaba se... {getToc} $title={Tabla de Contenidos}