La desorientación profesional de Pablo Iglesias después de haberse caído del cielo lo ha conducido a la apertura de un bar. Naturalmente en Lavapiés, el barrio madrileño más racializado y más libertario (de salón). Y obviamente con la distinción comercial de un sobrenombre italiano. No es la taberna Gramsci. No. Ni la tasca Bella ciao, ciao, ciao, sino el Bar Garibaldi.
Ignoro cuánto tiempo va a tardar en cerrarse. Lo digo porque los padrinos son Iglesias, un poeta y un cantautor. No apostaría yo una lira al porvenir del negocio en estas condiciones fundacionales, aunque estamos seguros de que Iglesias va a prolongar el horario del local más allá de la una, las dos y las tres -así lo requiere el estribillo de Sabina-, por el mero hecho de sublevarse al moralismo liberticida de Yolanda Díaz.
Costaba creerse que fuera verdad la noticia del bar Garibaldi, pero La Vanguardia, antes que ningún otro medio, nos ofrecía detalles inequívocos sobre la enjundia del negocio, sobrentendiéndose que Iglesias no lo ha abierto para hacerse rico ni para colgar la bandera palestina, sino para contribuir a la vida cultural del foro desde la gastronomía ideológica.
Habrá comida vegana, queremos decir, entre las opciones del menú. Y alimento espiritual, pues el bar Garibaldi va a funcionar -si es que funciona- como espacio para presentar libros progresistas y escenario de conciertos acústicos progresistas. Y foros progresistas sobre el progresismo.
Tiene sentido recordarle a Iglesias las esclavitudes de la hostelería. La situación de los camareros. Las cuentas. Los proveedores. Y mencionarle que los bares, qué lugares, como diría Jaime de Urrutia, no funcionan igual a un lado de la barra que al otro, aunque no vamos a aguarle ni malograrle aquí la iniciativa, sino a plantear el estupor caricaturesco que provoca el menú de cócteles: Durruti Dry Martini; subcomandante Marcos Margarita; Pasionaria, puerto de Valencia; Fidel Mojito, Ché daiquiri, Gramsci Negroni.
Bien podría añadirse el menú Podemos con gaseosa, precisamente porque el fenómeno político que nació entre las tabernas y los trasnoches de Lavapiés se ha malogrado por la negligencia de su mesías errático.
Debe dolerle a Iglesias que un tipo tan cínico como Sánchez lo haya sepultado. Que la mediocridad de Yolanda Díaz ocupe su lugar. Y que toda su cuadrilla se haya resignado a un lugar marginal en el grupo mixto o a una esquina del Garibaldi.
Siempre puede recolocar a los camaradas en la plantilla del local. Y agradecerle a Díaz Ayuso las eventuales expectativas de la prosperidad, precisamente porque es acaso la emperatriz madrileña la mejor promotora del ocio nocturno, de la ciudad que no duerme.
Qué nervios, dice Iglesias. He visto un reportaje doméstico donde aparecía el chef Pablo ultimando los detalles y reluciendo los tenedores y los cuchillos como si fueran las espadas de un duelo.
Él mismo reconocía haber descolgado el teléfono para anotar las reservas de una señora. Le reconocieron por la voz. Y se felicitaron de la iniciativa, pero urge recordar que un mal político no tiene por qué ser un buen tabernero.
Se le observa rejuvenecido a Iglesias, como si Garibaldi fuera el mejor aliado para atravesar la crisis de los cuarenta. Se ha despojado de la presión política y de su propio providencialismo. No es lo mismo liderar una nación que abrir un bar y convertirse en youtuber, pero los caminos de la felicidad deben reconocerse con el mayor de los respetos.
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