El paso inexorable del tiempo es algo tan presente como inconsciente. Poco a poco, muy poco a poco, las cosas de siempre cambian. Lo que ni siquiera recordamos desde cuándo era así, deja de ser así. Nadie puede luchar contra ello, pero sí detenerse a intentar contemplar lo imperceptible. Eso es lo que hace desde hace nueve años Felipe Hernández. Este vecino del madrileño barrio de Embajadores, fotógrafo de profesión, atesora 1.200 servilletas de diferentes restaurantes, bares, heladerías y churrerías. Esta particular colección también es un granito de arena que, en unos años, se verá como algo antiquísimo, como antigüedades dignas de encontrar en El Rastro, como una de esas cosas que también cambiaron sin que nos percatásemos de ello.
“A mí siempre me habían llamado la atención todos los soportes gráficos como posavasos, azucarillos y flyers”, explica Hernández, de 38 años. Lo curioso de las servilletas es que es “algo universal”, a lo que todo el mundo puede acceder. “Eso me llevó a decidir, un día cualquiera, empezar a coleccionarla. Por todos los sitios por los que pasaba, las cogía”, rememora este coleccionista que prefiere no hacer su cara visible y dejar todo el protagonismo a las servilletas.
Este vehículo publicitario tan simple también se personalizaba según cada comercio. Es algo que se sigue haciendo, pero con mucha menos asiduidad. Las servilletas patrocinadas por inmobiliarias, con un manido “muchas gracias, vuelva pronto” o con mensajes al estilo más “wonderfulliano” son las que ahora pueblan esos servilleteros metálicos, tan polivalentes que son capaces de hacer las veces de palilleros como de sujetar la carta del restaurante.
Por eso Hernández comenzó esta colección que pronto llegó al centenar de ejemplares: “Ahí empecé a hacer una serie de archivo. En el estudio tenía una placa de mármol y pegaba mucho utilizarla como fondo en las fotografías, por eso de que simula una barra o mesa de café o restaurante”, especifica. También creó un perfil en Instagram, lo que le hizo dar a conocer su afición.
Un bar, Bilbao, 2014
Desde luego, este curioso hobbie de ir cogiendo servilletas de papel por donde pasa, con las que se podría hacer un impermeable con el que resguardarse de la lluvia, fue algo que inició él de forma individual, aunque también se convirtió en algo común. “A la gente le gustó mucho la idea y mis padres, por ejemplo, me traen servilletas de los sitios a los que van y muchas amistades hacen lo mismo”, ilustra.
A este madrileño de toda la vida no se le escapa cuándo dio el primer paso de este camino infinito, porque es una colección inacabable: “Estaba en Bilbao por trabajo, era mayo de 2014 y me encontraba en un bar. Fue en uno de esos momentos en los que se te ilumina la bombilla de alguna manera, sin motivo aparente, pero que a mí me impulsó a coleccionar servilletas de papel”, recuerda.
El lugar del que más servilletas posee es de la capital, por motivos obvios. “Aquí siempre ha habido muchos negocios de restauración con sus propias servilletas, con sus mensajes y logotipos”, dice. En cambio, las cosas parecen haber cambiado hacia lo homogéneo, tal y como ha sucedido y seguirá sucediendo con los letreros de los comercios que el colectivo Paco Graco se encarga de recuperar de la basura. “Cada vez que abre un sitio nuevo veo que no hace sus propias servilletas. Solo ponen mensajes en los que agradecen la visita del cliente o frases genéricas”, lamenta.
Precisamente, esa es la esencia que persigue Hernández: guardar el patrimonio gráfico que tarde o temprano, si no cambian las dinámicas de la capital, se perderá. De hecho, en su colección no entran servilletas de cadenas ni de franquicias. “Solo colecciono servilletas de sitios en los que las han diseñado”, apunta. ¿Y quién diseña sus propias servilletas? Comercios de toda la vida entre los que destacan restaurantes, bares, cafeterías, pizzerías, churrerías, heladerías y bodegas. Tiene de todos los tipos y colores, aunque todas del mismo tamaño. Ha conseguido juntar 1.200 servilletas de papel de comercios de regiones como Valencia, Barcelona, Canarias, Extremadura, Madrid, Asturias y Galicia.
Uno de los cambios que sí que ha apreciado este vecino del barrio de Embajadores es que, con este avance de los tiempos, algunas servilletas han tornado a un color más sombrío debido a que están hechas con papel reciclado. “Tienen un color más marrón y ya tengo unas 10 o 12 de ellas. Suelen ser los sitios nuevos quienes se decantan por ellas”, precisa.
Algo muy español
Una de las mayores suertes de las que goza este fotógrafo, y los demás coleccionistas lo podrán afirmar, es que el objeto de colección no ocupa apenas espacio. De hecho, pocos objetos ocupan menos. “Es una colección fácil, en ese sentido. En tres cajas tengo guardadas todas las servilletas”, añade. Por el momento, en torno a medio millar de ellas ya las ha fotografiado, aunque en su perfil de Instagram no hay tantas. “Una vez fotografiadas, las guardo en un disco duro con el nombre y tipo de establecimiento y la localidad y provincia en la que se encuentra”, especifica.
Como en toda colección que se precie, hay algunos ejemplares más raros o difíciles que conseguir que otros. Es lo que sucede con las servilletas con algún tono dorado, mucho más infrecuente que los verdes, azules, rojos y negros. Por otra parte, este hobbie tan particular ha superado fronteras. Para sorpresa de Hernández, una radio nacional de Argentina le contactó para hablar de su colección porque en dicho país también son bastante típicas este tipo de servilletas. “Sé que en Italia, Francia y Portugal también se llevan bastante, pero nunca las he visto tanto como en España. Personalizarlas es algo muy de aquí”, comenta.
La ciencia de las servilletas del bar: hay una razón por la que no limpian
P. Díaz
En realidad, el fotógrafo asegura que todo esto tampoco lo hace buscando el reconocimiento de nada ni nadie. “Lo que me mueve es el interés por mantener el patrimonio gráfico y poner en valor toda la historia de lo relacionado con la gastronomía, tan rica y variada”, describe. Para él, el diseño gráfico es una realidad muy importante en el día a día que, como tantas otras, pasa demasiado desapercibida para lo que nos facilita la vida.
Artistas anónimos
En este recorrido de puesta en valor del patrimonio gráfico, Hernández también se acuerda de los diseñadores de estos logos tan característicos, en algunos casos. No sabe si en su totalidad, pero en la gran mayoría de ellos ni siquiera se conoce al autor. “El logo del Lhardy o del Café Gijón, o de la pizzería El Vesuvio, o el del bar de la esquina de al lado, seguramente estén ideados por personas que ya estarán muertas, por lo que me parece más importante aún no dejar que mueran sus obras”, argumenta el coleccionista.
De esta forma, Hernández ha comenzado su propia batalla contra la modernidad que todo lo aplasta y machaca en algún pequeño rincón del olvido. “Andas por una ciudad y parece igual que cualquier otra, con los mismos carteles, las mismas tiendas, y han llegado ahí sin pensar demasiado qué había antes de ellas, que parece que todo lo antiguo no vale nada y lo moderno es mejor por el simple hecho de ser moderno”, defiende Hernández.
Por el momento, Hernández baraja algunas ofertas para llevar su colección al formato monográfico. “Me parece muy interesante poder sacar un libro porque es algo que puede permanecer en el tiempo casi eternamente. Ahora está muy bien tenerlo todo en Instagram, pero quién sabe lo que será de Instagram dentro de una década”, reflexiona. Dos editoriales se han interesado por su trabajo, una francosuiza y otra española. Hernández todavía no se ha decidido, pero tiene claro que esta colección no tiene límites. Y eso es lo mejor de todo.
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