Impresiona la naturalidad con que los socios del Real Madrid han respaldado las cuentas de Florentino Pérez, sin oponer resistencia alguna al desvarío presupuestario del estadio. Va a costar el doble de cuanto fue presupuestado ―casi 1.200 millones de euros―, aunque se diría que la desproporción del precio redunda en la imagen de opulencia que tanto identifica al patrón del madridismo. “Y qué pasa”, podría haber proclamado Florentino.
Fue el mismo contexto en que los socios también aprobaron que la ciudad deportiva alojara en el frontispicio el nombre de su presidente. Lo propuso él mismo, suscribiendo un ejercicio de autoestima y de culto a la personalidad que enfatiza la extrapolación megalómana del estadio.
Se va de las manos el presupuesto, igual que se ha desquiciado su impacto en la ciudad. No es que Madrid tenga un estadio. Es que el estadio tiene un ciudad, hasta el extremo de que el nuevo Bernabéu asfixia el barrio que lo aloja y parece un leviatán entre los edificios aledaños. No cabe, queremos decir. La fachada de la Castellana le consiente lucimiento y escenario, pero el resto del proyecto se resiente del aturdimiento urbanístico.
La propia factura estética del Bernabéu corre el peligro de quedarse antigua. Un futurismo trasnochado. Una vanguardia caduca. Y una colisión estética en la pista de aterrizaje de la nave espacial. Porque no hay diálogo con la ciudad, sino un exabrupto que hubiera tenido más sentido de haberse concebido en un lugar exento, como ocurre con el Metropolitano.
Tampoco me gusta el nuevo estadio del Atleti ni fui partidario del desalojo del Calderón, pero la virtud del campo rojiblanco consiste precisamente en su definición de teatro futbolístico. No es otra cosa que un estadio ni tiene por qué ser otra cosa que un estadio, por mucho que el Bernabéu se nos presente con la reputación comercial y mercadotécnica de un espacio multiusos. Hoteles, parkings, centro comercial, áreas de esparcimiento. Y un sistema de hipogeo que esconde el césped, como si pretendiera sustraérsele al estadio su verdadera naturaleza. Y como si el campo de fútbol del Madrid lo fuera todo menos un campo de fútbol, de tanto distorsionarlo.
Florentino Pérez ha diseñado su propio mausoleo. Un templo que refleja su idolatría y su mesianismo. Y cuya desmesura arquitectónica transforma la imagen de la ciudad como ya hicieron cuatro las torres en aquella operación inmobiliaria de inquietantes dimensiones políticas y urbanísticas.
Y está claro que Madrid le debe mucho al Madrid en su repercusión deportiva, mediática y turística, pero no menos de cuanto el Madrid le debe a Madrid en la mansedumbre e indulgencia con que la capital se pliega a las necesidades del equipo, incluida su expansión disparatada en la Castellana y la obscenidad de un estadio que desquicia la armonía y la razón.