Gabinete Caligari: la banda sonora de un Madrid desaparecido

Gabinete Caligari: la banda sonora de un Madrid desaparecido

No eran un grupo. Eran un callejón. Y tampoco eran (solo) músicos, sino cofrades de un costumbrismo lúgubre y glorioso. Gabinete Caligari no inventaron Madrid, pero supieron reescribirlo como se reescribe una copla o una esquela. Y el mérito es ahora de Carlos H. Vázquez, cuya pulso narrativo en "Cómo perdimos Madrid" (Sílex) levanta acta de aquella liturgia eléctrica, rescatando la trinidad castiza que formaban Jaime de Urrutia, Edi Clavo y Ferni Presas.

Se trata de una historia oral, pero no por ello sin voz. Porque las voces del libro resuenan como repiques de campana en una ciudad que ya no existe, donde Las Ventas era el epicentro de una emoción casticista y el Rock-Ola su satélite profano. Madrid no era el decorado. Era el personaje principal. Y Gabinete Caligari le escribía las partituras con una botella de Terry, un cartel de Beneficencia y una guitarra empapada en aguardiente.

La patria de Gabinete Caligari no era España. Era Madrid. No una ciudad, sino una épica. Una borrachera sentimental. Un estado de embriaguez civil y de lucidez creativa donde las aceras servían de pentagrama, los bares de sacristía, y las madrugadas de manifiesto.

No se puede entender a Gabinete sin entender Madrid. Ni se puede amar Madrid sin que suene, en algún momento, una estrofa de Al calor del amor en un bar, Cuatro Rosas, Camino Soria o La culpa fue del cha-cha-chá. Porque Gabinete no le cantó a Madrid. Fue Madrid quien se les metió dentro, como el aguardiente, como la calima, como la conversación desgastada que solo puede tenerse a las tres de la mañana cuando la ciudad ya se ha rendido.

Rubén Amón

Su Madrid no es el de los escaparates ni el de las vistas aéreas. Es el del metro a medianoche, el de los taxistas de acento imposible, el de los tugurios con puerta de terciopelo que huele a lejía y ginebra.Gabinete Caligari no eran posmodernos. Eran neocasticistas. No buscaron la vanguardia porque ya sabían que la tradición era más subversiva. Le cantaron a los toros sin miedo, al aguardiente sin ironía, al lumpen con respeto. Convirtieron el chotis en un acto de rebeldía. Y dejaron claro que el rock no era incompatible con el pasodoble, como tampoco lo era con el clavel, el rastro o los portales con buzones herrumbrosos. En un país acomplejado de su pasado, ellos supieron vestirlo con hombrera y con órgano Hammond. Sin nostalgia. Con insolencia.

El madrileñismo de Gabinete no fue nunca turístico ni complaciente. Era político. Y profundamente sentimental. En sus canciones no hay instituciones. Hay individuos. No hay calles principales. Hay callejones. No hay comunidad autónoma. Hay barra fija. No hay nación. Hay patria chica, con resaca y con corazón. Por eso su mensaje sigue vigente. Porque lo local se ha convertido en la última trinchera contra la despersonalización. Y porque escuchar a Gabinete hoy es una forma de desobediencia civil. Como beber en vaso de tubo. Como fumar en una cocina. Como quedarse en el bar cuando ya están fregando.

Rubén Amón

Es llamativo que una de sus canciones más célebres, Camino Soria, haya sido leída como un desvío o una fuga. Pero en realidad, no hay declaración más madrileña que esa. Porque solo los que han sido devotos pueden permitirse la apostasía. Solo desde el amor más visceral se puede escribir un himno al exilio. Irse de Madrid es una forma de quedarse en ella. Como quien se separa para poder escribirle cartas de amor imposibles.

Y por eso Gabinete sonaban a Madrid incluso cuando le cantaban a Soria. Porque llevaban la ciudad en la garganta. Porque la melodía de sus canciones era el latido del callejón, del ascensor, de la barra sin camarero. El rock de Gabinete era la banda sonora de un Madrid que ya no existe y que, sin embargo, sigue palpitando en quienes alguna vez se han perdido —o se han encontrado— en sus letras.

El Madrid de Gabinete es el acento imposible de un camarero que canta la comanda. Es la cicatriz emocional que deja la juventud cuando se mezcla con la ciudad en su estado más febril. Gabinete no sobrevivirá en las estanterías. Lo hará en las gargantas, en los bares -qué lugares-, en los vinilos rayados, en los auriculares mal conectados del metro. Porque hay grupos que envejecen. Y hay otros que fermentan.

Y por eso tiene tanto sentido que su historia haya llegado a las librerías de la mano de Carlos H. Vázquez y de la editorial Sílex. No es un libro: es un manifiesto encuadernado. Es una conversación de madrugada. Una exaltación lúcida. Un brindis con los codos sobre la barra.



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