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Comentábamos en esta sección hace una semana hasta qué extremos las comunicaciones ferroviarias han acercado Madrid a ciudades lejanas. Son buenos ejemplos Valladolid, Segovia, Córdoba o Valencia, pero las virtudes de la red capilar también alojan excepciones y anomalías. Se me ocurre el caso de Ávila, cuya cercanía en kilómetros, unos 85, no se corresponde con la “verdadera” proximidad, siendo como es frontera de la Comunidad que gobierna Ayuso. Puede llegarse a la fortaleza abulense por carretera, aunque el peaje de 12 euros supone un obstáculo disuasorio en términos pecuniarios o psicológicos. Y se necesitan un par de horas para acceder en tren. Un viaje pintoresco y hermoso por la serranía limítrofe que se resiente de la lentitud para los viajeros con ciertas urgencias.
Se explica así el aislamiento de la capital, más o menos como si las murallas de Ávila identificaran un propósito defensivo respecto a la gran urbe. Envejece la población. Y la ciudad de Santa Teresa engrosa la lista de la España vacía. Nada que ver con la prosperidad de Segovia. Ni con la vida universitaria y la vitalidad que atraviesan los arcos del Acueducto.
Las diferencia el tren y hasta el impacto del turismo, aunque la ventaja de Ávila y de su provincia consiste precisamente en que el aislamiento las preserva de las hordas. Lo saben los viajeros orientados, los senderistas, los ciclistas. Y no digamos los moteros, cuya afinidad hacia las curvas predispone el camino hacia la Cruz Verde en todas sus variantes. Empezando por Las Navas del Marqués. Y por el itinerario que atraviesa la ruta hacia Cebreros, cuya vinculación a Adolfo Suárez justifica el Museo de la Transición y cuya tradición vinícola ha redundado en excelentes cosechas. Es el de Ávila un viaje atractivo por los restos arqueológicos -los toros de Guisando- y por el pantano del Burguillo, sin olvidar el extremo de Piedrahita y el recorrido por la sierra de Gredos en toda su plenitud.
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Cerca y lejos está Ávila. Por esa razón resulta tan atractiva para visitarse, pero no tan grata para residir en ella. Y no me refiero al frío ni al conservadurismo, sino a la discriminación de las comunicaciones o la escasez de incentivos universitarios y culturales (más allá del patrimonio). Ha caído la población capitalina por debajo de los 60.000 habitantes. Y es verdad que la oferta gastronómica resulta excelente, pero la idiosincrasia de la ciudad se resiente de una cierta claustrofobia. Los turistas no acostumbran a quedarse a dormir. Visitan la ciudad como un museo a cielo abierto. Y les desconcierta que haya que aflojar el monedero para acceder a la catedral y los templos de mayor relevancia arquitectónica.
Me gusta Ávila. Me atrae la identificación conceptual y sociológica entre las murallas y la sobriedad y el hermetismo de los vecinos. Y me parece el destino perfecto para organizar la excursión de un día, aunque su historia nos remite al estupor -al vértigo- de los siglos y los siglos.