El último libro de Vicente Valero, El tiempo de los lirios, evoca los hechos y las fantasías que acompañan el carisma de Francisco de Asís. Cuesta diferenciar la historia de las historias. Y discriminar dónde empiezan las evidencias y dónde terminan los milagros, entre otras razones, porque San Francisco representa en sí mismo un género literario, teatral y musical cuya naturaleza evanescente se construye con toda clase de ficciones.
Forman parte de ellas el don de la ubicuidad. O la facilidad con que el santo panteísta emprendía viajes insólitos. Quiso predicar en Siria. Lo hizo en Egipto. Y se le atribuye una travesía frustrada en Marruecos que lo condujo a España, concretamente a Barcelona. Se supone que lo atendieron de problemas de salud en el hospital San Nicolás de Bari. Y que convaleció unos meses antes de concederse una asombrosa gira celtibérica. Fue peregrino en Santiago. Anduvo por Burgos y Palencia. Se le ubica también en Cuenca y Guadalajara. Y pudo haber recalado en Madrid.
De hecho, el templo consagrado a su nombre y a su gloria, San Francisco el Grande, se habría erigido en unos terrenos que la Iglesia habilitó al abnegado fraile cuando llegó a la ciudad en 1217. La precisión de la fecha es tan cuestionable como la prueba histórica de su visita, pero no puede negarse la repercusión del acontecimiento. Ni discutirse que la cúpula de San Francisco el Grande sea al mismo tiempo un alarde ingenierístico.
Sus 33 metros de diámetro la convierten en una las más mayores de la cristiandad. Y puede observarse desde las posiciones cenitales de la ciudad, empezando por la última planta de El Corte Inglés de Callao. Me refiero a la antigua sede Galerías Preciados. Y a la terraza privilegiada desde la que se contemplan los Madriles. Es allí donde la línea del horizonte destaca el templo dedicado a San Francisco por mucho que su advocación oficial se le tribute a Nuestra Señora de los Ángeles. No hay madrileño, foráneo ni taxista que la identifique así, como no hay ruta turística dispuesta a excluir San Francisco el Grande del itinerario capitalino, especialmente desde que se despejaron los andamios y merece visitarse en toda su magnificencia.
Podría discutirse que un templo dedicado a la modestia espartana de Francisco contenga el adjetivo de “el grande”, pero conviene aclarar que la calificación no alude al santo, sino que diferencia la iglesia de otra aledaña más pequeña y “dedicada” a Francisco de Paula en la Carrera de San Jerónimo. Cuestión de tamaños. Y de opulencia, pues la “grandeza” de San Francisco el Grande explica que se destinara a la función de panteón de personalidades ilustres. Había sido desprovisto de todo uso religioso después de la desamortización de Mendizábal (1836). Y sirvió de cuartel de infantería antes de ordenarse el traslado de los prohombres de la nación, incluidos Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega, Francisco de Quevedo, Juan de Villanueva y Gonzalo Fernández de Córdoba.
El proyecto se malogró en 1874 y los cuerpos se devolvieron a sus lugares de origen. Había recuperado el templo su vocación religiosa y fue objeto de una ambiciosa restauración que redunda en su naturaleza cambiante, aunque la apariencia contemporánea tiene bastante que ver con la impronta arquitectónica de Francisco de Cabezas, Ventura Rodríguez y Francesco Sabatini a partir de los planos que se concibieron desde 1760.
Fue el año en que los franciscanos derribaron la edificación original -siglo XIII- para concederse un templo y un monasterio de mayor enjundia, aunque sucediera al precio de desmentir el mensaje del santo fundador: al cielo se llega antes desde una choza que desde un palacio.
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