Me ha resultado interesante leer un ensayo sobre la brujería que ha publicado la profesora Marion Gibson en la editorial Siruela. Reconstruye el proceso y tormento de trece casos, aunque ninguno de ellos concierne a los acreditados en Madrid. Que los hubo a mansalva. El último se atribuye a la causa de María Urréa, procesada en 1801 por haber ejercitado “toda clase de sortilegios y diabluras”. Interesó el asunto a las multitudes del foro. Y se la consideró un ejemplo inequívoco de la injerencia satánica.
La Inquisición promovía los escarmientos en sus escenarios de referencia, y la Plaza Mayor se prestaba mejor que ninguno a la dramaturgia de los autos de fe, aunque la plaza de la Cruz Verde también operaba como un fértil teatro alternativo. Había en Madrid quemaderos para atormentar a las brujas. Y ha podido localizarse un cadalso en los cimientos de la Glorieta de Ruiz Giménez. El hallazgo de restos humanos se relaciona con el castigo y ajusticiamiento de las mujeres poseídas. No todas morían. A Valentina Polonia, mulata y natural de Valladolid, se le propinaron cien azotes y se la condenó a cuatro años de exilio (año 1600), mientras que María Medel resultó acusada de relacionarse con un duende llamado Martinico.
La denunciante fue su propia “ama”. Y el motivo de la brujería consistía en las relaciones voluptuosas que la sirvienta mantenía con el enigmático sujeto, más allá de las artes adivinatorias y de las supersticiones al uso que las crónicas costumbristas atribuyen a este episodio del año 1760.
Se dice que María Medel era “bastante espigada, de medianas carnes, blanca, carirredonda, algo roma, pelo castaño”, y se precisa que había recalado en Madrid procedente de Mondéjar, igual que sucedió con tantos foráneos que se desplazaron a la capital española en busca de trabajo.
Se lo dio María Teresa Murillo. Y apreció sobremanera el virtuosismo de María Medel con la aguja y el hilo, pero no pudo evitar denunciarla ante las autoridades inquisidoras ni desenmascarar el misterio Martinico, cuyo aspecto cambiante tanto le permitía disfrazarse de monje diminuto como desdoblarse en la forma de un extraño reptil, un “culebrón inquietante”.
La crónica de los akelarres puede leerse en un opúsculo que ha publicado la editorial Traficantes de sueños (Madrid y la caza de brujas). Y que sirve de aperitivo al ensayo de Marion Gibson. Muy ameno. Muy documentado. Y muy inquietante respecto a la vigencia de brujería. Y no porque haya brujas ni nunca las haya habido, sino porque la persecución de las hembras “distintas” ha sido una manera de orientar la misoginia. Muchas veces significando la discriminación de las mujeres pobres, adúlteras, solteras, de baja cultura o de piel oscura. Impresiona descubrir que la ley de brujería estuvo en vigor en Reino Unido hasta 1951. Y que son muchas las latitudes del planeta donde todavía se relaciona a la mujer con las prácticas satánicas. Nigeria es un ejemplo elocuente, sin menoscabo de los países islámicos donde se las emboza como si fueran proscritas y pecaminosas.
¿Cómo es posible que el marqués de la Ensenada tenga calle en Madrid?
Rubén Amón
Lo más curioso y provocador es que el tratado de Gibson considera que el último caso de brujería es el de Stormy Daniels, la actriz porno que puso en aprietos la palabra y la dignidad política de Donald Trump. Se le organizó una campaña para demonizarla. Y se demostró que la propaganda evangélica que tanto caracteriza al mesías republicano demuestra que el siglo XXI se parece demasiado a las cañerías del siglo XIX.
{getToc} $title={Tabla de Contenidos}