Madrid necesita una obra de Renzo Piano

Madrid necesita una obra de Renzo Piano

La exposición de Renzo Piano inaugurada en la sede del Colegio de Arquitectos empieza y termina casi al mismo tiempo. Me refiero a su brevedad. Y a la cierta frustración que produce resolver en tan poco tiempo y espacio la dimensión de un arquitecto descomunal y universal.

Universal quiere decir que el maestro italiano ha conseguido significarse en los cinco continentes a través de una obra civil (y religiosa) que repercute en 109 maravillas. Tan ligeras y hermosas como el aeropuerto de Osaka, tan revolucionarias como la sede del Museo Pompidou. O tan ingrávidas y naturalizadas en el reflejo del mar como el Centro Botín en Santander.

Piano se adapta al lugar donde “edifica” por mimetismo o por contraste. Y apabulla con su dominio de la forma y de la función, como si fuera él mismo un luthier a quien preocupan la estética y la acústica. Lleva la obligación musical en su apellido, pero también pertenece Piano a una elite artesanal que recupera los misterios y los escrúpulos de los fabricantes de violines de Cremona en la búsqueda del sonido perfecto. El auditorio de Parma representa un ejemplo inequívoco al respecto, igual que sucede con los “trilobites” que el arquitecto genovés concibió en la periferia de Roma, tomando como referencia el ladrillo característico de la ciudad. Y simbolizando al mismo tiempo una cierta conciencia imperial.

Irene Hdez. Velasco. Estambul

Impresiona la fertilidad de Piano, el equilibro insólito de la cantidad y la calidad. Por eso tiene sentido que la pieza más atractiva de la exposición se corresponda a la reproducción de una maqueta extendida donde se alojan todos los prodigios del “taller”. La isla imaginaria evoca la idea platónica de la Atlántida. E identifica un itinerario que reúne las obras de mayor popularidad -el rascacielos de Londres, el museo de arte contemporáneo de Oslo, el centro cultural de Numea…- y las más discretas del repertorio, incluida la milagrosa y modestísima capilla que Piano se atrevió a diseñar a los pies de Notre Dame du Haut (Ronchamp). Era su homenaje gregario al templo revolucionario de Le Corbusier, como si Piano quisiera significar la jerarquía del patriarca francés. Y como si las connotaciones humanísticas de su propia arquitectura -de Piano hablamos- encontraran tanta inspiración en la arquitectura de mayor envergadura -el Museo Whitney- y la más imperceptible (Academia de la Ciencia de California).

Sabe a poco la muestra del Colegio de Arquitectos. Y resultan precarios los argumentos expositivos -paneles que ilustran algunos proyectos significativos, libros -, pero el homenaje a Piano también incorpora una ambiciosa expectativa. ¿Por qué no se le propone una gran obra en Madrid? ¿Qué proyecto de la ciudad podría interesarle al “luthier” genovés en sus nuevos horizontes? ¿No es acaso la capital española el mejor lugar para concebir un proyecto donde pueda establecerse el símbolo de la ciudad misma? Unas y otras preguntas sorprenden a Renzo Piano cerca de cumplir los 90 años -tiene 87-, pero también lo hacen en su plenitud creativa.



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