La combinación de fama y moral crea un peliagudo coctel.
La irritación se ha convertido en una manera de entretenimiento en tiempos de redes sociales. Hay personas que han consolidado su popularidad a base de discursos efectistas a través de podcasts u otras plataformas virales. Cualquier red social vale, basta con lanzar un vídeo que, en un minuto, realice una convincente disertación. A veces, reivindicativa. A menudo, con el ideal de desmontar prejuicios. Muchos lo consiguen con todas sus buenas intenciones, pero también muchos provocan el efecto contrario al que proponen. ¿Por qué?
La base del problema está cuando el discurso se convierte en un escaparate personal. Entonces, las disertaciones, con ovaciones en forma de cientos de likes, llevan a acuerdos publicitarios, contrataciones con marcas y un estatus de popularidad que hay que seguir alimentando con más parlamentos que te mantengan en la picota. Y la opinión debe estar a la que salta, para aprovechar cualquier polémica y seguir ganando adeptos.
Y que te llamen “reina”, “icono”, “PEC”. Así el activismo se transforma en ego. Y, en ese combinación, de fama y moral se crea un peliagudo coctel: es sencillo convertirse en un mercader de la ejemplaridad que dice todo el rato cómo hay que ser a los demás cuando todos somos contradictorios. Todos. Y, por supuesto, tampoco somos ejemplares. Nadie. Sólo hacemos lo que podemos, como mucho.
Por ahí debería empezar cualquier disertación: en la empatía. Aunque eso no vende tanto como los discursos enfadados, cargados de una arrolladora seguridad. Desde el cabreo se convence más que desde la empatía. Y, claro, nos vamos encerrando en burbujas de creyentes, donde cada persona tiene su predicadores de cabecera que suelen ser los que dan la razón a sus vehemencias, deseos y anhelos.
Predicadores de cabecera, amados hasta que acaban decepcionando al personal. Que esa es otra, ya que un modo de vida sustentado en sermonear con la proclama modélica sin fin acaba provocando, más tarde o más temprano, la decepción en el público. Justamente porque somos incoherentes por naturaleza. Y ni nos damos cuenta. No es extraño, pues, que celebremos cómo “creadores de contenido” denuncian la explotación infantil a la vez que van vestidos con ropa de marcas carísimas cosida en fábricas con menores explotados.
Somos así. Quizá porque nos importa más el ‘me gusta’ de la popularidad que nutre el ego que cambiar el mundo de verdad. Las intenciones pueden ser buenísimas, pero los discursos hechos show también han sido claves en la polarización que nos deja vendidos al populismo y nos encierra en nichos de autoafirmación. Sobran discursos a la caza del aplauso fácil, falta creatividad que despierte conciencia con sonrisas cómplices. Esas sonrisas que surgen del arte de la cultura que permite encontrarnos, conocernos, escucharnos y descubrirnos. Los parlamentos enseñan mucho, pero sirven de poco si suenan a imposición. Y punch.
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